Por Salvador Moreno Valencia
El relato que a continuación voy a narrar
está basado en hechos reales que ocurrirán en un futuro no muy lejano, y narra
la historia de un hombre, cualquier hombre, en circunstancias adversas que no
ve más que esta salida, la de atracar un banco. Pero no crean que este hombre
es un atracador al uso, no, no lo es, es un atracador de estos tiempos, con una
perspectiva distinta, una nueva forma de atracar a los que nos atracan cada
día.
Un hombre, de unos
cincuenta años, de estatura mediana, un metro setenta más o menos, ojos grises,
cabello gris tocado con un gorro de lana al estilo marinero, cubierto con un
gabán de cuero verde-gris, botas de las de antes, con suelas de goma de auto, y
hebillas laterales que suenan al caminar, gafas oscuras, barba de varias
semanas, entra, junto a su perro (un labrador rubio), en la sucursal de un
banco (omito aquí el nombre del banco porque no hago propaganda si remunerar) y
se dirige al despacho del director. Y tras comprobar que no está ocupado empuja
levemente la puerta y entra.
-Disculpe –dice el hombre-, ¿permite que pase?
-¿Tiene cita? –pregunta el
director, un hombre de unos cuarenta años de edad, medio calvo, ojos inquietos,
negros, muy pequeños, doble barbilla, nariz aguileña, y de una incipiente
obesidad.
-No, no, solo será un momento,
si no le importa –dice el hombre ya dentro cerrando la puerta tras él.
-Pero, mire, yo tengo mucho
trabajo y no puedo saltarme la agenda así como así –dice inquieto el director
intentando acomodarse en su silla de diseño tras la mesa de cristal que lo
separa del hombre que acaba de interrumpir su laboriosa mañana dedicada quién
sabe a qué crímenes.
El hombre que acaba de entrar
con el perro se sienta tranquilo y le dice a su fiel amigo que se siente
también, el animal obedece dócilmente.
-Bueno, está bien, ya veo que
a usted no se le convence tan fácilmente –dice el banquero en un intento de
amabilidad porque acaba de pensar que a lo mejor el hombre con el perro, "un perro como ese vale una pasta, piensa el banquero", puede ser un buen
cliente, o un buen futuro cliente, y claro, a estos hay que darles un trato
especializado, nunca se sabe cuánto dinero pueden tener estos excéntricos
extravagantes.
-Sí, ya lo ve, si usted
estuviera en mi situación probablemente haría lo mismo –dice el hombre del
perro.
-No sé a qué se refiere, pero
hable, hable –dice el banquero acariciando en su pensamiento la idea de que
este hombre le va a ofrecer un buen negocio, o le va a decir que quiere abrir
una cuenta en la sucursal que él dirige con total servidumbre a sus jefes, y
con efectividad para el puesto que desempeña; y sin darse cuenta ya se relame
de lo que, la posibilidad de que este hombre abra una cuenta con un buen montón
de dinero, le producirá en su esmirriado sueldo por el que es capaz de
sacrificar su tiempo, su familia y lo que haga falta, lo que importa es lo que
importa: la pasta.
-Me refiero a que quiero que
ponga usted sobre la mesa todo el dinero que tenga en estos momentos en su
oficina –dice el tipo sin temblarle la voz.
-¿Qué? ¿Cómo dice? –dice
exaltado el rechoncho director.
-No creo que sea tan difícil
de entender amigo –dice el tipo del labrador de pelo rubio-, quiero que ponga
sobre esta mesa todo el dinero que tenga en estos momentos en su sucursal.
-¡Usted debe estar loco! –dice
el director arrellanándose en su sillón como queriendo imponer su poder en el
despacho en el que está acostumbrado a ser el dios que todo lo puede, claro,
siempre con el beneplácito de sus más alabados señores, los diablos de las
finanzas-. Llamaré a seguridad ahora mismo para que lo saquen de aquí
inmediatamente –se mueve inquieto el gerente de la sucursal e intenta asir el
auricular del teléfono.
-Perdone, ni lo intente –dice
el tipo que ni se ha movido frente a él, el perro sigue ahí mirando al director
como acusándolo de los crímenes que ha realizado.
-¿Cómo se atreve? Debe usted
estar loco –dice nervioso el director.
-No, no lo estoy, pero usted y
lo que usted representa y defiende me ha condenado a la miseria, a la más
absoluta pobreza, pero no voy a entrar aquí en detalles que ya conocemos bien,
¿verdad señor director? –dice el tipo-, y para que le quede claro que no tengo
nada que perder, y si no quiere que sus testículos queden estampados sobre la
bonita pared de su despacho, avise a uno de sus esbirros y dígale que traiga
todo el dinero que hay, y no haga ninguna tontería porque le estoy apuntado con
una pistola a los güevos, le recuerdo
que no tengo nada que perder, ya lo perdí todo, gracias a su “dios mercado”.
-Pero, pero, pero…, podemos
hablar amigo, no sea loco, lo meterán en la cárcel por atraco a mano armada
–dice el director como si de momento se hubiera convertido en un negociador
nato, nada raro, cuando el precio son los cojones.
-Aquí el que pone las
condiciones soy yo, ¿no cree? –Amenaza el tipo, el perro sigue sin inmutarse
como si no ocurriera nada que lo alerte-. Por cierto, le aviso que si hace una
tontería le reviento los cojones, y no estoy de broma, así que haga lo que le
digo.
-Bueno, todo es negociable, y
todos tenemos un precio, ¿verdad amigo? –dice el director en otro intento
desesperado por hacerse con el control de la situación.
-El único precio que
existe es el que pone mi fiel y querida Anita –dice el tipo presentándole al
director a la perversa Anita, una pistola Smith and Wilson, calibre 38 como la que mató a
aquel famoso Pedro Navaja-, así que ande y traiga el dinero.
-Vale, vale, está bien, lo haré como dice, pero,
pero, piénselo, lo meterán en la cárcel y…- dice sudoroso el director.
-Ya le he dicho que no tengo nada que perder,
¿sabe? Si llama a la policía qué me harán, me meterán en la cárcel, saldré en
menos de un año y me pagarán un subsidio, y usted se quedará sin pelotas, ¿qué le parece? ¿Quiere formar parte del coro de Eunucos de la iglesia de su barrio residencial de élite chupándosela a un cura pederasta? ¡Venga
hombre! Estoy perdiendo la paciencia, o trae el dinero en menos de tres minutos
o le pongo los cojones como estampado de las paredes de su bonito despacho en
el que se dedica usted a robar a manos llenas a todos los pánfilos y estúpidos
que confían su dinero a su banco para que lo inviertan, sin que el propietario (¿o
debo llamarlo depositario, o usuario?), se entere en la compra-venta de armas,
y otros negocios poco o nada éticos, ¿drogas…? ¡Venga, dele que me canso y
Anita ya no aguanta más.
El director del banco,
sudoroso, nervioso y pálido, coge el auricular y marca la extensión del cajero,
al otro lado el cajero recibe la orden del director y en tres minutos aparece
con una bolsa de papel y la pone sobre la mesa.
-Aquí tiene, señor director,
como me ha pedido, todo el dinero que tenemos en la oficina en este momento.
-Está bien, está bien, luego
firmo el registro de salida del mismo –dice el director despidiendo al cajero
con un gesto de la mano. El cajero sale del despacho y antes de volver a su
puesto sale a la calle a fumar un cigarro.
-Bien, jefe –dice el tipo del
labrador-, ahora me voy, y no lo olvide, si llama a la policía no lo contará,
así que haga lo que tenga que hacer, gracias por su inestimable colaboración. Nos
veremos.
El tipo sale sin prisa junto a
su perro al que todos le hacen carantoñas, y le dedican alguna sonrisa o mirada,
e incluso una de las trabajadoras se acerca al perro y lo acaricia agachándose
dejando entrever en esta acción un escote por el que se intuyen sus pechos,
tersos, redondos…, eso sí, sin mirar siquiera al hombre junto al que camina
libre el perro.
En la puerta, el cajero fuma, el tipo del
perro se dirige al él y le dice:
-¿Me da un cigarrillo, para mí
y otro para Anita? –el cajero le ofrece un par de cigarros, y le pregunta:
-¿La perra fuma?
-Perro, amigo, perro, y no
fuma, la que fuma es esta –y abriendo el gabán le enseña la culata de la Smith and Wilson y sin
más se da vuelta y se aleja calle abajo. El cajero sonríe atónito, mientras ve
alejarse a perro y hombre, hombre y perro como una unidad que se pierde entre
la multitud que a esa hora va de un lado a otro en su obstinado afán de ir a, o
venir de, algún lado, quizás con la determinación de que allá de donde vienen,
o allá a dónde van, hallarán algo que ellos llaman libertad sin atreverse a
mirar los grilletes invisibles que llevan, tanto en manos como en pies…