Autor
Salvador Moreno Valencia
Suena el despertador. Cada mañana es idénticamente el mismo
sonido como si se tratara de la misma secuencia anterior: la del día de ayer,
que quizá hoy se repita, con la misma cadencia del tictac que acompasa el ritmo cardíaco de Antoine que se levanta
nada más oír el rinrin.
En
la cama queda dormida su amada compañera estirada a todo lo largo y ancho del
globo terráqueo en el que el sol todavía no acaba de nacer. Antoine entra en el
baño, abre el grifo de agua fría y siente el contacto del chorro helado sobre
su frente que ha alzado cerrando los ojos mirando en su pensamiento un tronco
de un vetusto sauce que llora la tragedia humana. Cinco minutos y el mundo
parece haber frenado de golpe y lanzado a otra dimensión a todo cuanto lo
habita.
Sale
del baño todavía mojado y se dirige al balcón donde cada mañana realiza el
mismo ritual: abrir las persianas como si de banderas se tratara y un himno
inaudible colocara en formación a un millar de ejemplares soldados dispuestos a
ganarse el pan matando.
Él
sabe que es observado desde algún lugar que no podría determinar, pero siente
la mirada que lo recorre en la totalidad de su cuerpo desnudo, y este
pensamiento le produce una excitación en la que su pene acaba de alzarse como
un rebelde insolente.
Entra
tras haber subido las persianas para dejar paso a la luz matinal, y recorre el
pasillo con un fin, con el mismo objetivo de cada mañana, como si él fuera el
mismo reloj despertador que cada día suena ajeno a todos los objetos que lo
rodean.
Ella,
la compañera pacientemente lo espera como cada mañana cuando regresa de izar
las banderas al alba, inhiesto mástil que hará ondear sus banderas al aire.
Tras el sexo, ambos van a la ducha y juntos reciben la lluvia purificadora como
si con ella quisieran desprenderse del recuerdo invocando a los dioses para que
limpien las impurezas del pasado.
Suena el despertador. Cada mañana es idénticamente el mismo
sonido como si se tratara de la misma secuencia anterior: la del día de ayer,
que quizá hoy se repita, con la misma cadencia del tictac que acompasa el ritmo cardíaco de Margarit que se levanta
nada más oír el rinrin.
En
la cama queda dormido su amado compañero estirado a todo lo largo y ancho del
globo terráqueo en el que el sol todavía no acaba de nacer. Margarit entra en
el baño, abre el grifo de agua fría y siente el contacto del chorro helado
sobre su frente que ha alzado cerrando los ojos mirando en su pensamiento un
tronco de un vetusto sauce que llora la tragedia humana. Cinco minutos y el
mundo parece haber frenado de golpe y lanzado a otra dimensión a todo cuanto lo
habita.
Sale
del baño todavía mojada y se dirige al balcón donde cada mañana realiza el
mismo ritual: abrir las persianas como si de banderas se tratara y un himno
inaudible colocara en formación a un millar de ejemplares soldados dispuestos a
ganarse el pan matando.
Ella
sabe que es observada desde algún lugar que no podría determinar, pero siente
la mirada que la recorre en la totalidad de su cuerpo desnudo, y este
pensamiento le produce una excitación en la que su vagina se humedece como una
amapola bajo el manto del rocío.
Entra
tras haber subido las persianas para dejar paso a la luz matinal, y recorre el
pasillo con un fin, con el mismo objetivo de cada mañana, como si ella fuera el
mismo reloj despertador que cada día suena ajeno a todos los objetos que lo
rodean.
Él,
el compañero pacientemente la espera como cada mañana cuando regresa de izar
las banderas al alba, húmedo arroyo donde se adentrará como un aventurero. Tras
el sexo, ambos van a la ducha y juntos reciben la lluvia purificadora como si
con ella quisieran desprenderse del recuerdo invocando a los dioses para que
limpien las impurezas del pasado.
Los mecanismos en la
cocina. Parecen seguir
el mismo ritual que los actos anteriormente llevados a cabo. Antoine prepara el
desayuno con parsimonioso ceremonial como si este desayuno y todos los
desayunos se fundieran en uno mismo o como si cada movimiento formara parte de
un todo inexplicable.
Cada
uno de ellos tiene una función que parece aprehendida desde inmemorables
siglos: un acto que no necesita juicio alguno. Como seres robotizados ella
prepara las tostadas, él el té y los cereales; ella la bandeja y las tazas; él
sirve el té humeante dejando reposar el de ella unos minutos más. Luego el
resto es una repetición de secuencias. Uno frente al otro imaginando o
programando su día. Ella se dirigirá a su trabajo como cada mañana. El beso en
la puerta, la mirada evasiva, el hasta la tarde y te llamo. Él quedará en casa,
hará su trabajo e intentará escribir un libro que hace tiempo en su mundo de
las ideas anda rondando y cada día con más ímpetu llama a la puerta de Antoine.
Cuando abre la misma ante él hay una figura entrañable: un pequeño niño de
rizados cabellos que porta en su mano derecha casi de su tamaño un planeta en
el que un árbol extraño vierte su sombra amable y hospitalaria como aquella de
la higuera donde se sentara el padre de todos los mitos.
Cuando
Antoine no encuentra inspiración o el niño pequeño con su planeta no viene a
buscarle, recuerda a su amigo Julio que le decía: “Antoine, cuando al escritor
no le vienen las ideas, lo mejor que hace es destensar el arco y salir a tomar
unos vinos con los amigos”. Y él sigue el consejo y sin dibujar una rayuela
sale de casa porque sabe que está pronto el encuentro que cada día se produce
en el ascensor.
Los mecanismos en la
cocina. Parecen seguir
el mismo ritual que los actos anteriormente llevados a cabo. Margarit prepara
el desayuno con parsimonioso ceremonial como si este desayuno y todos los
desayunos se fundieran en uno mismo o como si cada movimiento formara parte de
un todo inexplicable.
Cada
uno de ellos tiene una función que parece aprehendida desde inmemorables
siglos: un acto que no necesita juicio alguno. Como seres robotizados él
prepara las tostadas, ella el té y los cereales; él la bandeja y las tazas;
ella sirve el té humeante dejando reposar el de él unos minutos más. Luego el
resto es una repetición de secuencias. Uno frente al otro imaginando o
programando su día. Él se dirigirá a su trabajo como cada mañana. El beso en la
puerta, la mirada evasiva, el hasta la tarde y te llamo. Ella quedará en casa,
hará su trabajo e intentará escribir un libro que hace tiempo en su mundo de
las ideas anda rondando y cada día con más ímpetu llama a la puerta de
Margarit. Cuando abre la misma ante ella hay una figura entrañable: Buscaminas que ha regresado con vida a
la campiña.
Cuando
Margarit no encuentra inspiración o Buscaminas
no viene a buscarla, recuerda a su amiga Virginia que le decía: “Margarit,
cuando a la escritora no le vienen las ideas, lo mejor que hace es dejarlo por
un rato y salir a pasar las horas, quizá bajar hasta el río, y allí contemplar
las piedras, o intentar ser una de ellas”. Y ella sigue el consejo y sin mirar
las horas en ningún reloj sale de casa porque sabe que está pronto el encuentro
que cada día se produce en el ascensor.
El ascensor como el origen
del mundo.
¿Qué
pensaría este hombre con el que cada día me encuentro en el ascensor si le
dijera lo que pienso?
¿Qué
pensaría esta mujer si una mañana en un
arrojo de valentía le propongo que sea mi amante?
En
la puerta del cuarto piso se detiene el aparato, y tras abrirse él sufre una
especie de conmoción como si un hormiguero se le hubiera instalado en sus
rodillas, en su estómago y su cabeza. Miles de hormigas correteando veloces sus
venas.
Se
miran. No hablan. Se observan detenidamente y discretamente. Se espían
mutuamente como si el uno quisiera descubrir los mundos del otro y viceversa.
Dos mundos inconexos, dos realidades separadas con un único denominador común:
físico y real, la materia con la que está construido el elevador que en lugar
de dirigirlos a algún paraíso en un paisaje celestial, allá arriba, los conduce
hacia el infierno de la planta baja donde la luz del sol hace tiempo emigró a
otros rellanos más prósperos, allá abajo.
No
sé cómo se lo diré, piensa ella mientras disimuladamente y dejando salir una
nerviosa tosecilla, le mira los ojos,
a él, a ese hombre con el que le gustaría salir a pasear. Nada más que pasear,
no necesito más, quizá sin palabras como ahora, las palabras, ay, qué estragos
llegan a hacer si se las tergiversa; por eso sólo quiero que él pasee junto a
mí, sí, por la orilla del mar de los etruscos… Sus deseos galopan más a prisa
conforme el ascensor que no asciende sino que desciende va llegando a su
destino: el infierno de verlo ir hacia la otra parte a la que ella se dirige
siempre con una costumbre adquirida como si en el fondo ella, la mujer de las
piedras y de las horas, lee, o escribe buscando la posibilidad de no matar al
pobre Buscaminas.
El ascensor como el origen
del mundo.
¿Qué
pensaría esta mujer con la que cada día me encuentro en el ascensor si le
dijera lo que pienso?
¿Qué
pensaría este hombre si una mañana en un
arrojo de valentía le propongo que sea mi amante?
En
la puerta del cuarto piso se detiene el aparato, y tras abrirse ella sufre una
especie de conmoción como si un hormiguero se le hubiera instalado en sus
rodillas, en su estómago y su cabeza. Miles de hormigas correteando veloces sus
venas.
Se
miran. No hablan. Se observan detenidamente y discretamente. Se espían
mutuamente como si el uno quisiera descubrir los mundos del otro y viceversa.
Dos mundos inconexos, dos realidades separadas con un único denominador común:
físico y real, la materia con la que está construido el elevador que en lugar
de dirigirlos a algún paraíso en un paisaje celestial, allá arriba, los conduce
hacia el infierno de la planta baja donde la luz del sol hace tiempo emigró a
otros rellanos más prósperos, allá abajo.
No
sé cómo se lo diré, piensa él mientras disimuladamente y dejando salir una
nerviosa tosecilla, le mira los ojos,
a ella, a esa mujer con la que le gustaría salir a pasear. Nada más que pasear,
no necesito más, quizá sin palabras como ahora, las palabras, ay, qué estragos
llegan a hacer si se las tergiversa; por eso sólo quiero que ella pasee junto a
mí, sí, por la orilla del mar Tirreno… Sus deseos galopan más a prisa conforme
el ascensor que no asciende sino que desciende va llegando a su destino: el
infierno de verla ir hacia la otra parte a la que él se dirige siempre con una
costumbre adquirida como si en el fondo él, el hombre, buscara un mundo mejor
para poder ubicar a su principito con su gran baobab.
Caminos separados. Ahora al salir ambos se miraran
furtivamente y seguirán su camino como atraídos por un enorme imán que los
somete a su fuerza invisible pero de la que es imposible escapar.
Cómo
me gustaría que me acompañaras, piensa él pero tímidamente le dirige un pequeño
gesto, algo que podría parecer un sí, un leve asentimiento como si aceptase la
propuesta que ella le acaba de hacer, también, en su pensamiento.
¿Quieres
venir conmigo a pasear?, piensa ella y le dedica una leve mirada con un guiño
que apenas es perceptible y luego se dirige hacia el este, él hacia el oeste y
pensando ambos en los mitos platónicos alimentan la esperanza de encontrase
nuevamente, mañana, como cada día, con esa ceremonia casi ritual.
Buscaminas
lo ve allí, a unos cien metros. Es pequeño, y parece triste, pero a esa
distancia es difícil distinguir algo tan cercano como una emoción, así que
decide acercarse y cuando está ya casi a su altura, escucha que el niño llora,
llora desconsoladamente y sin poder moverse le señala a Buscaminas el gran
árbol caído cuyas hojas han sido calcinadas. Buscaminas se sienta al lado de la
criatura que no cesa en su llanto, y ambos, sin saber por qué miran al gran
árbol que también llora.
Los
hombres han perdido la razón, dice Buscaminas en su tímido intento de consolar
a su nuevo amigo.
¿Crees
que alguna vez esta les asistió?, responde el niño en el que las lágrimas
acaban de convertirse en sal.