Ring,
ring, ring; cuatro y a la de cinco la telefonista descuelga el auricular:
-¡Dígame! aquí la central de la policía, en qué puedo ayudarle.
Sistemáticamente
como una de esas máquinas, la señorita suelta su discurso. Al otro lado una voz
sollozante, más bien una voz ahogada en llanto intenta hacerse paso entre la
oleada de lágrimas salvajes que como un surtidor sin control humedece el cielo
con su lengua de agua, las lágrimas humedecen el rostro del la mujer que intenta
decir algo a la persona que como una máquina ha soltado su retahíla de palabras
aprehendidas.
-¿Es
la policía? -pregunta tímida y temerosa la voz.
-Sí,
ya se lo he dicho -responde la telefonista algo indignada, o más bien cansada
de oír siempre lo mismo, pero ahora, precisamente ahora va oír algo diferente;
no es la común denuncia de robo, de pelea o de borrachos molestando a altas
horas de la madrugada. Esta vez es algo fuera de lo normal, sobre todo para la
telefonista que tan sólo lleva en ese puesto dos días.
-Quería
poner una denuncia.
-Muy
bien pues comience, no tengo todo el día para usted -responde alterada la
joven.
El
centauro dobló la esquina, o mejor dicho, giró en la esquina, cambió el rumbo y
se dirigió, ebrio de líquido baconiano, hacia el portal de su casa. Una manzana
tan sólo lo separaba de su aposento. Luego, como buenamente pudo, abrió la
puerta del portal; subió la escalera, a cuatro patas; dos pisos y ya está. Un
naciente ardor de ira y odio se fue apoderando de sus ojos.
Arriba
dormía con un sueño entrecortado de pesadillas la mujer a la que él, afirmaba
amar, con uno de esos amores posesivos y violentos.
La
escena dejaba un aroma de hielo en el aire profundo de la noche.
Las
llaves en la mano izquierda se agitaban o eran agitadas por un acto nervioso
que no dejaba apaciguar los dedos que, inquietos, estrangulaban el llavero,
donde una fotografía, (de ella, la que se debatía entre pesadillas) sonreía al
objetivo de una cámara que inmortalizó el momento en que contrajera matrimonio,
con él, el centauro. El flash y luego la posteridad, el futuro imperfecto que
la balanceaba (a ella que despierta de su pesadilla), entre el terror y la
locura.
El
centauro abigarrado y sumido en el despecho, el desprecio y la cólera, cocea
con su patas de macho (semental de masa encefálica gris); que interpreta,
cualquier actitud o cualquier gesto: una mirada, una leve sonrisa, un saludo,
como una provocación y una humillación hacia su persona.
-Ya
no me quieres como antes, eres...
Comienza
la fría palabrería, que veja, que humilla previamente a la paliza, escupida por
el odio interior que el alcohol, una noche más, ha enaltecido haciéndole
invencible: el centauro poderoso, bestia y hombre.
Sobrio
es capaz de golpearla hasta la extenuación.
Ebrio
el centauro bufa y, en sus ojos la cólera ardiente como el fuego en la boca del
dragón que un osado llamado San Jorge le arrebatara la vida de un tajo de
espada y luego lo arrastrara asido con el cinturón de la princesa, se agita y
la puerta cede a su embate.
Ella
sale de las profundidades del averno al oír el sonido de los cascos del
centauro en el pasillo, y dolorida, compungida por el miedo que siente se
refugia bajo el edredón: (ánade muerta, plumas que confortan ante el frío polar
de la noche), plumas sin alas, las sin plumas que puedan rescatarla, que puedan
hacerla volar por encima de la cabeza del monstruo y alejarse indemne de allí.
Frente
a ella, en la puerta, ya en la habitación la bestia bufa impregnando la alcoba
con el vapor del aliento que deja en el aire un olor dulzón aguardentoso.
Ella
gime aterrorizada bajo la frágil barrera plumífera. Él, el centauro, vuelve a
bufar y reculando sobre sus cuartos traseros da media vuelta y se dirige a la
cocina.
Ella
suspira con alivio; sale de la cama y se refugia en el cuarto de baño.
En
la cocina él, ojos vidriosos, bilis en la boca; un trago más y la voz de las
estrellas estrellándose en los azulejos del recuerdo.
-Ya
no me quieres como antes, eres una…
Fotografías
de novios felices cortando una tarta. ¡Vivan los novios!
Ella,
sobrecogiéndose y armándose de valor se dirige hacia un enfrentamiento que no
podrá aplazar por mucho más tiempo.
Él,
lágrimas de rabia corriendo por su rostro sudoroso y rojo de ira.
Ella,
por primera vez lo mira a los ojos retadora, sin miedo o como si este se
hubiese convertido en temeridad.
El
centauro se gira y con un golpe violento cae sobre la fragilidad personificada
en ella que se desploma sobre el suelo de la cocina.
Él
busca en uno de los cajones, nervioso y violento esparce su contenido sobre la
víctima que solloza hecha un gurruño a sus pies.
Ella
recibe la lluvia de metal y estoicamente con una fuerza inusitada se yergue
asiendo un cuchillo jamonero en su mano derecha.
El
centauro se derrumba en el suelo dividido en dos. La bestia por un lado
lanzando al aire sus últimas patadas, y por otro el hombre bañado en lágrimas
de odio mirando al techo, grita:
-Ya no me quieres como antes, eres una…
San
Jorge en ella; el dragón vencido, el centauro, por fin separado, la bestia se
retuerce, el hombre perece y en la foto parecen haberse esfumado las sonrisas y
el cuchillo con el que cortaban, los novios felices, la tarta, ha desaparecido.
Ring,
ring, ring, cuatro y al de cinco…
Relato incluido en el libro El defecto mariposa
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