A la hora exacta, en la madrugada, la
soñé en algún lugar imaginario donde las olas se confunden con el brillo de la
luna.
El efecto de la cerveza creaba en mi
cabeza caballitos de mar, sirenas de plata, veleros blancos empujados por el
viento. Amargo trago de desamor; bebí en soledad en el bar de mi nostalgia
donde palpitan los sentimientos de de mis deseos vagabundos. La tomé de un
trago, la sentí correr por mi garganta quemando mi esófago, encendiendo la
llama en la boca del estómago. A la novena... siempre pierdo la cuenta... y la
cabeza...
Ella, fría, calculadora, atajó mi embate
sin rodeos, me pidió que la dejara tranquila, me dijo que le apetecía seguir sola,
allí, sobre la encerada y brillante tarima del deseo. Orgullosa, sentenció, con brillo en sus
ojos; en sus labios los deseos atrincherados tras las palabras. Fueron los
cristales de su boca los que nos separaron una vez más.
A la hora exacta en la que el tiempo
queda detenido como si hubiese dejado de existir, el deseo quedó sepultado bajo la arena en la playa de su vientre,
en las crestas de sus pechos, en los recuerdos de su exacta lengua.
En la cerveza número once o doce... o en la primera, perdí al amor, gané al olvido. Miré en los espejos
como un moribundo, yo no estaba ya al otro lado. Recorrí calles vacías
donde la nostalgia vaga herida de melancolía. Caminé toda la noche hasta que el
alba me sorprendió embriagado de tragos amargos, fui dando tumbos, observado por las ventanas cerradas tras las que arde el fuego del amor que promete morir
en mil tardes de gris cotidianidad, bajo la pesada losa de la mediocridad; tuve nuevamente el sueño en el que ella me
mira desde lejos.
Aurora abrió sus manos un día más, sus rosados dedos vertieron sus rayos en mis ojos que derramaron unas lágrimas que bajaron por mis pálidas mejillas. La forja de las rejas me hablaba de encierros, de cárceles, de seres
oprimidos, y, lo que es peor, de mi fracaso...
Labios..., ojos..., negros agujeros infinitos... Mis
labios, mi torre de Babel asaltando los momentos en los que se rompen los
cristales y ya nada puede unirlos.
La realidad saca a escena los
prejuicios empañando los cristales que nos alejan una vez más.
Desperté…, un Bradomin he sido, con más
pena que gloria…
La luna saltó de su cama y fue iluminando
los rincones oscuros; en los espejos los cristales de mi copa se rompieron, a
la novena o décima cerveza -no lo sé, siempre pierdo la cuenta y la cabeza-, los deseos se derraman como espuma sobre tu vientre imaginario.
Sentí miedo, me refugié en los cálidos abrazos de otra mujer y desperté abrazado a la botella.
Autor: Salvador Moreno Valencia.
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