Letras tu revista literaria

jueves, 30 de noviembre de 2006

Casa de muñecas

Me llamo Ursula, tengo esa edad en la que los conflictos internos y externos se enfrentan al radical cambio del cuerpo. Ya hace dos años que tuve la menstruación y pensé que cómo iba a ser posible, que mi cuerpo de niña, estuviese dispuesto a engendrar vida. Pero biológicamente así es.
Desde que era una niña me educaron como a una princesita, y me consta que no he sido la única. A mi hermano, dos años mayor que yo, lo han educado como a un príncipe; ese que en los cuentos vendrá a rescatarnos a las indefensas princesitas.
He crecido en una sociedad sexista por antonomasia; en mi familia siempre fui la niña sensible y frágil, porque tanto mi madre como mi padre así lo habían decidido.
Mi hermano, sin embargo, fue siempre el chico fuerte, audaz e ingenioso. Para mí estuvieron reservadas las muñecas, tanto, que incluso, cuando tenía apenas cinco años, imitaba a mi madre, que iba con el carro de bebé con mí otro hermano de un año y yo iba con mi carrito y mi bebé, incluso, con una actitud orgullosa, sin saber a lo que se me estaba condenando.
Ahora suelo ayudar en casa, a mi madre, a mi padre no, porque entre otras cosas, él nunca ha colaborado en las tareas del hogar, pero tampoco lo hace mi hermano mayor, que ahora va a cumplir dieciséis años, tiene moto, juega al fútbol y hace las cosas, que según mi padre, le corresponden a un hombre.
Y ese es el rol con el que me han llevado hasta mis cortos catorce años, pero no estoy dispuesta a seguir las normas establecidas. Solamente el pensar que he sido educada para entregarme a un machito como mi hermano, me da nauseas.
Y no me conformo que con ese rol que me han impuesto, primero, de niña y luego de chica frágil, no estoy dispuesta a aceptar que mi vida no es más que convertirme en la esclava de un patán.
He de reconocer que he conocido a hombres que eran diferentes a lo que yo entendía por estos. Y espero que con el tiempo, esos hombres junto a mujeres como yo, consigamos que tanto las unas como los otros caminemos en una auténtica igualdad, no con esa hipocresía con la que muchos pretenden disfrazar las diferencias y la violencia.

© Salvador Moreno Valencia

miércoles, 29 de noviembre de 2006

Momentos

A la hora exacta, en la madrugada, la soñé en un lugar imaginario donde las olas se confunden con el brillo de la luna.
Era esa hora en la que el efecto, de las cervezas, creaba en mi cabeza caballitos de mar, sirenas de plata, veleros blancos empujados por el viento. La hora de la sentencia, el amargo trago del amor, me bebí la soledad en una barra de nostalgia, en la barra de ese bar donde palpitan los sentimientos de seres solitarios. Allí me la tomé de un trago y la sentí correr por mi garganta quemando mi esófago y encendiendo una llama en la boca del estómago. Era la novena cerveza o la décima porque a la novena siempre pierdo la cuenta y la cabeza.
Ella, fría, calculadora, me atajó sin rodeos y me pidió que la dejara tranquila, que le apetecía estar sola. Es así, orgullosa. Sentenció con el brillo de sus ojos y en sus labios corrían los deseos y los prejuicios. Y fueron los cristales de su boca los que nos separaron una vez más.
Era la hora exacta, la del tiempo detenido, la del silencio amargo, la del reloj de arena en la playa de su vientre, en las crestas de sus pechos.
En la cerveza número once o doce, quizá en la primera perdí de nuevo en el amor, gané en el olvido y me retiré a dormitar en los espejos moribundos de las calles vacías. Caminé toda la noche hasta que el alba me sorprendió un día más, embriagado de amargos tragos, dando tumbos, observado por las ventanas cerradas del amor, del calor interno, del sueño perdido.
La luz del sol me estalló en los ojos que se llenaron de lagrimas muertas, de llanto olvidado en el camino. Regué las calles empedradas de esa ciudad soñada con una larga meada de cervezas y de noches rotas. La forja de las rejas me hablaba de encierros, de cárceles.
Sueños amputados, secuestrados por el calor de sabanas engarzadas a cuerpos sudorosos. Sus labios, sus pechos, su agujero infinito, su aliento macilento enfrascado con el mío cargado de cervezas y de cigarros de melancolía. Mis labios, mi torre de Babel asaltando esos puntos en los que se rompen los cristales y ya nada nos separa.
Era la hora de la realidad, de la puesta en escena de los prejuicios y los cristales se empañaron alejándonos una vez más. Así de nuevo desperté a la hora en la que se despiertan los noctámbulos. El almuerzo me la devolvió en el sabor de la sopa y la primera cerveza estalló en mi estómago y comencé un día más, una noche que se ajetreaba por ser viernes y los deseos cabalgaron en tropel a lomos de otros ojos, otros labios.
La luna saltó de su cama y fue regando los rincones oscuros en los espejos y los cristales se rompieron a la novena o décima cerveza.
Siempre pierdo la cuenta y la cabeza. Me refugié en los pechos calientes de una mujer y desperté abrazado a la botella.
© Salvador Moreno Valencia