Letras tu revista literaria

domingo, 1 de octubre de 2006

En la habitación

En la habitación hay sólo una silla situada en el centro, orientada, según me siento, hacia la única ventana que existe. A través de ella puedo contemplar el paso de los días, de las noches y de las estaciones. No hay nada a mí alrededor. Sólo la silla, una vieja silla que encontré en la basura, es de color verdoso y su asiento es de cuerda. La madera de la silla está gastada por el roce de los años.
A veces me pregunto cómo serían las personas que la han utilizado como asiento. Intento hacer un retrato, en mí mente, de ellas. Cómo eran sus vidas, qué hacían, a qué se dedicaban y qué pensaban cuando asentaban sus posaderas sobre el asiento de cuerda, que en otro tiempo, debió ser nueva. Ahora la cuerda está tan gastada. Al rato me evado mirando por la ventana y olvido esas conjeturas.
Por la ventana entra una luz cenital que ilumina mi rostro, dejando caer sobre el suelo la sombra del tiempo que llevo aquí sentado.
A veces suelo pensar qué habrá más allá de ésta habitación, de ésta ventana que me mira sin mirar, que me habla sin hablar.
En el suelo de la habitación hay una botella, quizá más de una, de ginebra. Algunos limones y un cenicero atiborrado de colillas.
A veces pienso, más bien me pregunto cuánto tiempo llevo aquí. No sé quién trae los cigarrillos ni la ginebra. No lo sé. Tampoco me preocupa. Siempre hay tabaco y ginebra y limones.
La habitación, a veces, da vueltas. El norte se convierte en el sur, el este en el oeste. La ventana siempre está en el mismo lugar.
Cerrada o abierta. Tampoco sé quién la cierra o la abre. A veces, una voz me dice en tono melancólico que aún cree en el amor. Entonces la palabra amor queda grabada en una de las paredes y al instante se proyectan sobre ella las imágenes de otros tiempos.
Una mujer y otra se suceden en el laberinto de fotogramas que van superponiéndose en la fría cal de la pared.
¿Así ha sido mí vida? Me pregunto taciturno, mientras otra voz me susurra palabras de aliento y esperanza. Es su voz, creo recordarla, y luego es otra voz y otra y así cientos de voces me susurran una retahíla de palabras de las que he olvidado el significado.
Esperanza, amor, libertad, paz, tolerancia, respeto, independencia.
Ya hace mucho que estoy aquí, bebo y fumo sin escrúpulos. Las noches se detienen, veo las estrellas ahí fuera acompañando a la luna en un baile infinito. Hacia el sur se dirige mí mirada. Busco la ventana y ya no está. Tampoco las paredes, tampoco la silla, tampoco estoy yo. El olor a ginebra y a tabaco lo invade todo. El humo se escapa por la vía láctea. Otra vez la voz y luego el coro de voces. Una mujer se dibuja en algún punto en la oscuridad de la noche. Lleva un vestido de lino blanco. El color de su piel es canela, sus ojos color de miel me miran desde el abismo de los días.
Ella abre sus brazos hacia mí, me llama con una tierna y delicada sonrisa.
Ven, ven. Te estoy esperando y luego el coro de voces, te estamos esperando, ven, ven.
Vuelven las paredes, vuelve la ventana, vuelve la silla, vuelve la habitación y en ella no hay nada, sólo botellas de ginebra vacías, cajetillas de tabaco vacías y una montaña de colillas en algo que se parece a un cenicero. Mi sombra ha desaparecido y con ella también yo.
© Salvador Moreno Valencia

Absurdamente absurdo

A Juan Pérez no le gustaba mucho su nombre, tampoco su apellido. Él pensaba que no era lo mismo llamarse Juan Pérez que, por ejemplo: Jhon Smist. Claro que él siempre había intentado hacer todo lo posible por llamarse Jhon o Tom o Jhones o Gustavo. De hecho había cursado varios estudios de idiomas. El inglés casi lo hablaba a la perfección. También hizo algún curso intensivo de francés en una de esas academias que por regla general siempre están situadas en las afueras de las ciudades y por supuesto al lado de alguna carretera con mucho tránsito. El curso lo aprobó con notable pero le costó un ojo de la cara, cara era la experiencia, caro era todo y además tenía como encono aquel nombre que tanto le fastidiaba. Pensó cambiarlo mil veces pero al final siempre surgía algún formalismo burocrático que impedía que su nombre pasara a los anales de su propia historia.
Juan Pérez se llamaba su padre, su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo, su tío, su primo, su hermano. En aquella familia todo el mundo se llamaba Juan Pérez. Para él eso era terrible. Evidentemente, en el pueblo, la familia de Juan Pérez era archiconocida. Hasta tal punto que incluso, una calle, llevaba el nombre en honor a Juan Pérez su bisabuelo que llegó a realizar una gran hazaña. En el tiempo en que éste vivía hubo unas inundaciones que lo arrastraron todo, el pueblo quedó barrido de la noche al día y a Juan Pérez el bisabuelo, que también había sido arrastrado por la crecida del río Juan Pérez, (es que en aquel pueblo todo se llamaba así, hasta el pueblo había recibido el nombre por orden de un rey al que sirvió su tatarabuelo hacía más de cuatrocientos años) se le ocurrió la gran idea de hacer que el río, Juan Pérez, mediante unas canalizaciones apropiadas bordeara el pueblo y de este modo se evitaba que en época de lluvias las crecidas arrastraran nuevamente a Juan Pérez.
En el pueblo había al menos cuarenta personas que tenían el dichoso nombre y por eso nuestro Juan Pérez luchaba como un cosaco para cambiar su nombre y desde que empezó a tener uso de razón, siempre decía llamarse Jhon, aunque todo el mundo lo llamaba el hijo de Juan Pérez.
Ante estas circunstancias Jhon decidió marcharse del pueblo en pos de encontrar una nueva vida. Así lo hizo. Una mañana de primavera, cuando el sol despuntaba alzándose victorioso en el horizonte, cogió sus maletas y subió al Autocar con rumbo a una nueva ciudad. Tras tres horas de viaje llegó a una nueva tierra. Era una ciudad mediana, tanto en su tamaño, como en su población. Un lugar predispuesto al descanso y al sueño. Idílico es el horizonte en sus atardeceres, sus calles están bañadas con la luz de la cal blanca y empedradas sus entrañas. Jhon ajeno a su destino decidió pasear por aquella ciudad. Llegada la tarde entró en un bar, se sentó junto a una de sus ventanas, desde la que se podía disfrutar del atardecer que enciende los sueños. Pidió un café cortado y mientras lo saboreaba, ocurrió. Una mujer entró en el bar, clavó sus ojos en él, se dirigió hacia la mesa y le dijo con voz entrecortada: hola Juan Pérez, llevaba años esperándote, mi nombre es Juana Pérez.
Y como este es un relato absurdo no cuento el final de la historia, lo dejo a vuestro libre albedrío y que cada uno le saque final a este lío.
© Salvador Moreno Valencia

No me gustan los días de lluvia

He venido para acabar contigo. No es el tiempo lo que necesito para hacerlo, es la razón para verte caer entre mis manos.
Estaba lloviendo aquel día. Tú te habías enfundado en ese horrible impermeable amarillo. Estabas, en el fondo, atractiva con él, aunque lo que realmente te hacía bella era la forma en la que te calabas el sombrero, levemente caído hacia la izquierda.
Sí, fue aquel día. Aquel maldito día lluvioso. Todo se estropeó cuando te empecinaste en hacerme ver que los días de lluvia son maravillosos.
Las calles estaban abarrotadas de coches y de paraguas. Todo el mundo corría y tú hacías que perdiera la paciencia, siempre lo hacías. Eras una experta en ponerme de los nervios.
No, en el coche no vamos, iremos caminando. Llovía a mares. Yo estaba empapado hasta los huesos. Odio los impermeables y los abrigos y las gabardinas y los sombreros. Todo lo que a ti te encanta. Tú, siempre tenías el armario repleto de abrigos, gabardinas, impermeables y sombreros de colores.
He deseado tanto que llegue este momento. He soñado tantas veces con verte sucumbir entre mis dedos. He perdido el sueño tantas noches pensando en este maravilloso momento, que ahora que te veo escurrirte, lentamente, entre mis dedos, como una serpiente se escabulle entre los matorrales, siento delirio de placer al ver como tus ojos desorbitados se pierden en la oscuridad de esta noche.
Sí, aquel día lluvioso, te empeñaste en ir a casa de tus padres. Sabes perfectamente que nunca les caí bien. El caso que a mí tampoco me hacían mucha gracia. Odio las hipocresías y a ellos a hipócritas no hay quien les gane. Eso debe ser genético, porque tú eres tan hipócrita como ellos.
Me amabas, siempre decías lo mismo, yo te quiero mucho, más que tú a mí. Siempre me subestimaste, insultando mi inteligencia como el que se toma un café y se queda tan pancho.
Pero esta noche he venido para acabar contigo. Alguien te ha visto salir de un bar con ese hombre, al que has despachado cuando he llegado.
Alguien te habrá visto entrar con él en tu casa y alguien le habrá visto salir de aquí esta noche. Que casualidad, llevaba puesta una gabardina como la que yo traigo puesta esta noche a pesar del odio que les tengo.
Nadie me ha visto entrar y seguro que nadie me verá al salir, tengo la coartada perfecta, ni siquiera estoy en esta ciudad.
Y tú te quedaras ahí tumbada en la cama, estrangulada con restos de semen en tu vientre. Pero ese semen no es mío, es una prueba contundente para que le carguen tu muerte a ese pardillo. Cuando venga la policía y el forense tomarán huellas y evidentemente encontraran la eyaculación de ese tipo sobre tu monte de Venus. Qué pena me das. Aunque no debería de compadecerme de ti sino de mí.
Ya no te podrás poner ese horrible impermeable amarillo. Ya no podrás calarte el sombrero con ese arte que tenías, ya no podrás jamás intentar convencerme de que los días de lluvia son maravillosos.
Voy a abrir las puertas del armario para que todos esos horribles trajes y abrigos, impermeables y sombreros puedan verte tumbada en la cama con los ojos desorbitados y tu pelo púbico mojado con el semen de ese tipo al que te estabas follando cuando llegué esta noche para acabar contigo.

© Salvador Moreno Valencia