Letras tu revista literaria

domingo, 1 de octubre de 2006

Absurdamente absurdo

A Juan Pérez no le gustaba mucho su nombre, tampoco su apellido. Él pensaba que no era lo mismo llamarse Juan Pérez que, por ejemplo: Jhon Smist. Claro que él siempre había intentado hacer todo lo posible por llamarse Jhon o Tom o Jhones o Gustavo. De hecho había cursado varios estudios de idiomas. El inglés casi lo hablaba a la perfección. También hizo algún curso intensivo de francés en una de esas academias que por regla general siempre están situadas en las afueras de las ciudades y por supuesto al lado de alguna carretera con mucho tránsito. El curso lo aprobó con notable pero le costó un ojo de la cara, cara era la experiencia, caro era todo y además tenía como encono aquel nombre que tanto le fastidiaba. Pensó cambiarlo mil veces pero al final siempre surgía algún formalismo burocrático que impedía que su nombre pasara a los anales de su propia historia.
Juan Pérez se llamaba su padre, su abuelo, su bisabuelo, su tatarabuelo, su tío, su primo, su hermano. En aquella familia todo el mundo se llamaba Juan Pérez. Para él eso era terrible. Evidentemente, en el pueblo, la familia de Juan Pérez era archiconocida. Hasta tal punto que incluso, una calle, llevaba el nombre en honor a Juan Pérez su bisabuelo que llegó a realizar una gran hazaña. En el tiempo en que éste vivía hubo unas inundaciones que lo arrastraron todo, el pueblo quedó barrido de la noche al día y a Juan Pérez el bisabuelo, que también había sido arrastrado por la crecida del río Juan Pérez, (es que en aquel pueblo todo se llamaba así, hasta el pueblo había recibido el nombre por orden de un rey al que sirvió su tatarabuelo hacía más de cuatrocientos años) se le ocurrió la gran idea de hacer que el río, Juan Pérez, mediante unas canalizaciones apropiadas bordeara el pueblo y de este modo se evitaba que en época de lluvias las crecidas arrastraran nuevamente a Juan Pérez.
En el pueblo había al menos cuarenta personas que tenían el dichoso nombre y por eso nuestro Juan Pérez luchaba como un cosaco para cambiar su nombre y desde que empezó a tener uso de razón, siempre decía llamarse Jhon, aunque todo el mundo lo llamaba el hijo de Juan Pérez.
Ante estas circunstancias Jhon decidió marcharse del pueblo en pos de encontrar una nueva vida. Así lo hizo. Una mañana de primavera, cuando el sol despuntaba alzándose victorioso en el horizonte, cogió sus maletas y subió al Autocar con rumbo a una nueva ciudad. Tras tres horas de viaje llegó a una nueva tierra. Era una ciudad mediana, tanto en su tamaño, como en su población. Un lugar predispuesto al descanso y al sueño. Idílico es el horizonte en sus atardeceres, sus calles están bañadas con la luz de la cal blanca y empedradas sus entrañas. Jhon ajeno a su destino decidió pasear por aquella ciudad. Llegada la tarde entró en un bar, se sentó junto a una de sus ventanas, desde la que se podía disfrutar del atardecer que enciende los sueños. Pidió un café cortado y mientras lo saboreaba, ocurrió. Una mujer entró en el bar, clavó sus ojos en él, se dirigió hacia la mesa y le dijo con voz entrecortada: hola Juan Pérez, llevaba años esperándote, mi nombre es Juana Pérez.
Y como este es un relato absurdo no cuento el final de la historia, lo dejo a vuestro libre albedrío y que cada uno le saque final a este lío.
© Salvador Moreno Valencia

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