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Tais y la leyenda del
farol nórdico
Hacía frío, la calefacción del auto no funcionaba y
llevaba un par de horas conduciendo hacia ningún lugar determinado. Sí, hacía
frío por fuera y por dentro, pero es peor el frío interior porque no hay
remedio alguno para someterlo: un buen trago de ginebra lo aliviaría
momentáneamente, pensó mientras se frotaba la mano derecha sobre el pantalón.
A
unos quinientos metros surgía como una aparición una venta donde luces rojas,
azules y amarillas daban un tono festivo al sombrío páramo. Allí podría entrar
en calor, al menos del físico, el otro intentaría calmarlo o bien con un par de
tragos o con la compañía de una de las chicas que esperaban impacientes la
entrada de clientes.
Frío
en el interior, llevaba ese hielo interno desde que Matilde se fugó con su
mejor amiga. Un hombre, se dijo entonces, puede luchar por una mujer si es otro
hombre el rival, pero no se puede vencer a las armas de las mujeres. Y Matilde
se fue con su amiga a vivir una vida de felicidad, y él se quedó con el frío
dentro que sólo podía aliviar con algún trago de ginebra azul, y con la
compañía de alguna chica de vida, según él las definía, alegre o irreverente
con la moral establecida.
Entró
en el local y el único cliente que había era un tipo con el rostro arrugado, no
por ser símbolo de la vejez, porque era un hombre joven, sino como vestigio de
haber escapado de un fuego; la cara era monstruosa, los párpados habían
desaparecido, la nariz sólo era un hueso, los labios parecían haberse encogido
como estirados por un mecanismo invisible; la totalidad de aquel rostro lo
estremeció, era un tipo verdaderamente monstruoso. Sobre la barra, a su lado
brillaba una jarra de cerveza y del otro lado de esta un farol nórdico iluminaba
en rededor con una vela en su interior. Tras haber hecho esta observación Raúl,
se estremeció no ya por su frío interno o externo sino por la visión de la
garra con la aquel hombre asía la jarra de cerveza. El tipo hizo ademán de
brindis y miró detenidamente al recién llegado. Dos chicas huesudas y con
alargadas ojeras que matizaban su delgadez y la blancura de sus rostros se le
acercaron raudas a consolar al nuevo cliente. Raúl sintió todavía, si cabe, más
frío; el frío que emanaba de aquellas criaturas lo envolvió totalmente. Lo
empujaron literalmente hacia la barra, una de ellas pasó a la parte trasera de
la misma y le sirvió un trago de ginebra azul sin haberla pedido. Ella ya sabía
de qué frío sufría el recién llegado.
El
hombre de la garra y el farol nórdico puso unas monedas sobre la barra y salió
del local donde quedó Raúl a la disposición de aquellas Ninfas cadavéricas…
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