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Tais y la leyenda del
farol nórdico
El baile
Tras
el fortuito y desagradable encuentro con la garra que se difuminó en la negrura
del lago dejando a Tais medio moribunda tumbada sobre el suelo, Tais recobró la
fuerza y lo primero que hizo fue coger el farol, apagarlo, y luego salir con
determinada osadía hacia el lugar donde lo había comprado. Pero no encontró la
destartalada tienda al lado de la carretera. ‘¡No puede ser!’ se dijo perdiendo
la seguridad que siempre la había caracterizado. Pero sí podía ser, en la
carretera no había más que un montón de escombros que ocupaban el lugar donde
por la mañana se había detenido, por desgracia, para comprar las chucherías de
los viernes. Se frotó los ojos una y otra vez hasta casi llevarlos al estado de
hinchazón por la fricción, pero pese a su empeño, la tienda seguía sin aparecer
en el lugar que antes había ocupado.
Como
hasta el pueblo había poca distancia Tais decidió ir allí, entre otras cosas
porque después de lo sucedido no se atrevía a volver a la casa. En el pueblo
como de costumbre los viernes por la tarde, ya casi anochecido, se celebraba
una especie de verbena o baile en el que participaban todos los habitantes, con
muy pocas excepciones: un par de hombres de color que vivían en lo que antaño
había sido una mansión habitada por el viejo gobernador, un estafador de
provincias que tuvo que escapar por la noche para evitar su linchamiento, no en
vano se había quedado con todos los ahorros del pueblo, y con algunas grandes
cifras que pertenecieron a tres grandes ranchos que rodeaban el pueblo.
En
la plaza, un lugar variopinto por sus estrafalarias y variadas construcciones,
bailaban ajenos a su entorno los felices paisanos, que estando tan ensimismados
en su tarea de no pisar a sus parejas no se percataron de la presencia de Tais
y menos de que en su mano derecha portaba el farol, encendido de nuevo y por acción
ajena a la voluntad de la maestra que temblaba de miedo sin atreverse a soltar
el asidero de la luminaria como si a ella hubiera sido soldada o remachada como
hacían los antiguos artesanos con las esculturas de bronce. La gente siguió
afanada en su quehacer danzarín, Tais se dirigió hacia el lugar que ocupaba la
orquesta ‘un señor barrigudo con pelo crespo y una ristra de medallas colgadas
de la pechera de su vieja americana’; pero nadie, ni el mismo hombre orquesta
parecía percibir las presencia de la maestra. Sólo un gato gris de pelo largo
se acercó con ronroneo casposo y se restregó entre las piernas de Tais; el
farol volvió a apagarse en el preciso momento en el que la oronda orquesta daba
por finalizada la pieza que había hecho danzar a los pueblerinos como muñecos
de una caja de música. La gente aplaudió al multiforme músico. El gato
despareció tras un arbusto. Entonces Tais fue avistada por Tom, jefe de
bomberos de Mutter y éste se acercó con ensayada actitud poniendo en evidencia
su torpeza a la hora de dirigirse a una mujer.
-¡Buenas
noches señorita Siat!- dijo enseñando tímidamente su blanca dentadura.
-¡Buenas
noches señor Siniqui, mi nombre es Tais, no Siat!- respondió ella con educación
y algo de recato.
El
farol volvió a encenderse y la mano de Tais que aferraba el asa del mismo
parecía haberse echado a arder porque un calor intenso recorrió sus dedos y
luego fue subiendo por todo su brazo hasta apagarse en el omoplato como se
apaga un ascua en un cubo de agua.
-¿Lo
ha visto usted?- preguntó alterada.
-¡Ver
qué señorita!- respondió Tom rascándose la cabeza que brillaba por su
incipiente calvicie.
El
gato volvió al escenario donde el hombre orquesta se disponía a seguir con su
concierto. Cuando sonó el primer compás Tom invitó a Tais a bailar y ella
aceptó con la desesperación de deshacerse del dichoso farol y dejándolo sobre
el suelo se dejó llevar por la torpeza bailarina del jefe de bomberos que más
que un ágil bailarín parecía un concursante de una carrera de sacos.
El
farol volvió a pagarse y tras el arbusto por donde minutos antes desapareciera
el gato gris apareció una garra que asió el asidero de la lámpara y la arrastró
hacia su propietario.
Tais
esa noche no regresó a casa porque prefirió la compañía del robusto bombero,
aunque no fuese, precisamente, lo que ella prefería a la hora de tener
relaciones con un hombre, pero el miedo fue mayor que sus convicciones y sin
dudarlo se echó en los brazos del que por el momento había sido su salvador.
Del libro de relatos dosmásuna.
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