Letras tu revista literaria

martes, 24 de abril de 2007

Nadin

Querida Nadin:
Quisiera, de algún modo, hacerte llegar estas letras. Lo que ocurre es que no sé el modo. A no ser que ponga carteles en las esquinas con mensajes que contengan tu nombre y mi mail por si decides, si los encuentras, escribirme.
Ni siquiera sé dónde puedo encontrarte.
Nos habíamos cruzado varias veces en la calle, donde suele cruzarse la gente corriente, las personas de a pie. Sin saber por qué compartimos miradas cómplices, sonrisas incitadoras llenas de júbilo. Un lenguaje sin palabras pero lleno de vida…
Entre aquella multitud nosotros éramos dos náufragos compartiendo la misma isla. Tú y el perro que tiraba graciosamente de ti. Yo y mi ausencia.
¡Ah Nadin! Era noche vieja cuando pudimos hablar por primera vez tras aquellos cruces de caminos. Tú y el perro, yo y mi ausencia, cruzándonos, hora en una esquina, hora en una calle, hora en un semáforo. Cuando te acercaste a la barra con tus amigos, no lo dudé, estabas tan cerca, y te dije todo lo que pensaba sobre nuestras miradas y sonrisas furtivas cuando nos cruzábamos en la calle. Fue grandioso comprobar que tú me recordabas de la misma forma que yo a ti. Tú y yo entre miles de personas. Islas.
Nosotros náufragos en una isla común compartiendo el espacio de las sonrisas, las caricias, los abrazos, los besos, los pensamientos, los sentimientos…
Pero mi torpeza hizo que mis oídos se cerraran, por la emoción de estar frente a ti y mi lengua, presurosa, se soltara ansiosa por hablar. Hablé demasiado mientras tú escuchabas sonriente. Olvidé todo lo que dijiste e incluso lo que dije yo fue a caer al ruinoso olvido oxidado por los efectos del etílico.
Demasiada emoción para un final de año; más copas, otros lugares, sin ti. Nos despedimos tras mi monólogo estúpido, pero…
Cómo no me iba a comportar como un niño inquieto ante tus profundos ojos negros. Cómo no caer rendido ante tus pies, ante tus labios sonrientes de rosado manjar digno de dioses.
-La próxima vez que nos veamos en la calle no dudaré en hablarte-, dije con la determinación del general que ha ganado una batalla.
-Por supuesto, yo también lo haré-, respondiste tú con tu cálida sonrisa y tus ojos brillantes.
-¡Hasta pronto!
-¡Ciao!
Yo seguí en compañía de mis amigos y tú de los tuyos. Dos islas acariciadas por diferentes mares. En aquel preciso instante habíamos dejado de ser islas, para convertirnos en veleros que navegaban, soplados por vientos distintos, guiados por timoneles que gobernaban, sobre el timón de nuestro destino, ajenos a nuestras voluntades.
El destino podía ponernos de nuevo el uno frente al otro en alguna calle, en alguna esquina de la ciudad donde habitábamos, incluso, viviendo tan cercanos, tan ajenos a nosotros mismos. Dos calles más arriba o más abajo. Sí, quizá, el destino volvería a unir nuestras velas sopladas por el viento de nuestras bocas deseosas de besos. Deseos de besos olvidados en confundidas lenguas babélicas.
La noche primera de dos mil siete transcurrió como transcurren la mayoría de fiestas de fin de año. Inaugurado quedaba el año cargado, como todos, de buenas intenciones, ilusiones y esperanzas para muchos y lo contrario para tantos otros. Porque el equilibrio ha de sopesarlo la balanza de lo positivo y lo negativo.
Amaneció el dos mil siete sin ti como tantos otros años habían amanecido con tu ausencia. Te recordé tan grácil con tu perro que seguiría tirando de ti con la alegría y chispa que caracteriza al animal feliz.
Sin tu presencia el día era otro cúmulo de rutinas y quehaceres forzados. Habías desaparecido pasando a formar parte de mis recuerdos. Llegó a tal grado mi desesperación, que incluso, pensé que no habías sido más que producto de mi imaginación, una treta urdida por mi mente buscando una salida, una puerta, un soplo de aire fresco que despejara mi mente como se despejan las noches de primavera dejando al descubierto un cielo radiante de estrellas.
La necesidad del amor era para mí acuciante. Moría, sin saberlo, por dentro, pero era por no tener amor. Ese amor hecho de pasiones, de caricias, de corazones ardientes, de abrazos, el amor propio de amantes enardecidos dispuesto a quemarse en sus llamas, las del amor vivo y fuerte, lleno de pureza…
Sí, o eras un producto de mi imaginación o realmente el destino me volvía a gastar una broma macabra, como dice la letra de cierta canción de Joaquín Sabina.
El día uno de enero me levanté algo resacoso y la primera imagen que vino a mi mente fue la de tus ojos y el momento en que por primera vez hablamos, quizá por última; todavía no he perdido la esperanza de encontrarte, incluso hoy, que he decidido escribirte ésta carta, cuando ha pasado tanto tiempo desde aquel encuentro, y no nos hemos vuelto a ver.
Noche vieja, fiel locura acompasada con copas de champagne y licores espirituosos, música y baile. Ojos egipcios pintados en rostros de color canela, dulces manjares, labios de fresa temprana y noches viejas embriagadoras.
Viejo lamento tras la incertidumbre que produce un día festivo de bailes y de copas y desprendimiento de los perjuicios. Tristeza que emerge del fondo de las entrañas como un mar sediento.
Tus ojos de repente clavados en los míos. El ayer perdido como perdiera el reino aquel Segismundo. Quizá la vida no sea más que eso, sueño. Tus labios desaparecidos en las horas del alba. Tus ojos confundiéndose entre los miles de ojos de transeúntes ensimismados. En la calle todas las miradas me parecían la tuya, sin duda, no lo eran. Ni tus labios aparecían ante mis ojos, ni tu grácil soltura al caminar asiendo la correa del perro que tan felizmente movía su rabo en tu compañía.
Llegué a envidiar a tu fiel compañero. No podía verlo, ni acariciarlo para poder hacer lo que tú, estar dentro de tu ámbito, de tu cotidianidad, quizá, exasperante, a veces, como lo es para el resto de los humanos.
Ya van hacer dos meses desde entonces. Todos los días salgo con la esperanza de volver a verte, sonreírte y hablarte… Pero nada indica que vaya a ocurrir el milagro.
-¡Hola Nadin, cómo me alegro de verte!
-¡Hola Dediegos cómo estás!
Invento diálogos y quisiera acariciar el lomo de tu fiel lazarillo que mueve feliz el rabo al verme. Lo he bautizado con un nombre, quise llamarlo Eros, pero me pareció algo cursi, una cursilería propia de un chico, de quince años, enamorado, locamente enamorado, así que he decido llamarle Zeus.
¿Enamorado? ¿De quién? ¿De un recuerdo idealizado? De una imagen que se va diluyendo con los días vaporosos de este mes de febrero donde el cielo plomizo entristece mi alma, donde la lluvia parece haberse instalado, a pesar de ese dichoso cambio climático. Lluvia, lágrimas de Eros que duerme desnudo en los caminos y en las puertas de las casas y que es siempre pobre. ¡Ah Eros!
He ideado mil acciones para encontrarte pero ninguna acaba por convencerme, soy demasiado convencional, estas ideas son el resultado de la incertidumbre que sufro por no hallarte.
Pero cómo pegar carteles con tu nombre en las esquinas, cómo voy a dejar un detalle tan importante abandonado al albedrío de otras personas que no dudaran en llamarme para burlarse de mí. Y si tú lees un mensaje de estos en una pared, por ejemplo, de tu calle, qué pensarás sino que soy un loco, e incluso puede que te de miedo pensar que anda alguien poniendo tu nombre en las paredes, interesado por ti. Probablemente no dudarías en ponerlo en conocimiento de la policía. Me llamarían, harían averiguaciones sobre mi vida, me tratarían como un obseso...
¡Ah Nadin! Cuánta incertidumbre. Si yo fuese como Ameli de Mon Maitre, eso sería genial. Te buscaría con artimañas de película. Sería divertido pero no dejaría de verse, por ajenos ojos, incluso, por los tuyos, como una locura.
Así que no me atrevo a desafiar al dichoso destino. Sueño con tus ojos, con tus labios, con tus dulces palabras, con tu suave tono de voz, con tu cálida sonrisa…
Te añoro y te echo de menos. ¡Ah Eros! Cuan desgraciado me has hecho a la vez que me congratulas con la esperanza de la dicha de volver a encontrarla.
¡Nadin! Sin haber sido tuyo te he perdido. Cómo sufrir la desesperación que produce pérdida tan grande. ¡Un amor imposible! El platónico amor que quedará relegado para siempre en mi memoria, la ausencia de la dicha.
Necesito de caricias, de abrazos, de tus manos suaves donde se vislumbra el azulado hervir de tus venas que hacen latir tu corazón, cuánto daría para que latiese junto al mío.
Vida de mi vida, de la tuya, de la nuestra, isla de éste náufrago, taberna de éste marino errante.
Veleros azotados por la ira de Eolo surcan mares distintos, destinos cruzados una mañana fría de otoño, donde las hojas doradas estaban creando un crujiente manto de espinas para el olvido.
¡Nadin! Tú en los amaneceres, en los atardeceres; en las negras nubes que amenazan con descargar sus vientres de agua sobre pobres infelices solitarios. ¡Nadin! Tú en la lluvia de ésta tarde en la que contemplo, un sol brillante asomarse entre las nubes; durmiéndose entre sus algodones de agua mi mente para soñar contigo.
¿Nadin dónde estás? ¡Eres mi sueño!
Pego carteles sobre las paredes húmedas y sedientas de sol, el óxido del tiempo se enreda en los pliegues de un folio blanco garabateado con un mensaje y un mail.
En ésta ciudad babélica, llena de náufragos que buscan sus islas como yo busco la mía, deambulo divagando pensando en ti.
Islas desiertas, desconocidos mares.
¿Serás tú, por fin, mi isla, Nadin?
¡Ah Nadin!
¡Espejismo en la arena!
Mail: dediegos@hotmail.com


Fuengirola 03 de febrero de 2007

Dediegos Gracia García

© Salvador Moreno Valencia

jueves, 19 de abril de 2007

Veinte traguitos de olvido.

Adivina qué ciudad y qué personajes se esconden en las líneas de este relato.

Lo encontré una noche, una de esas noches infinitas de lluvia y viento, en una taberna oscura de cuyas paredes emanaba un rancio olor a vino de barrica, y, a serrín mojado, convidado con el característico y repugnante hedor que provenía del único excusado existente, una taza turca tras una puerta desencajada.
Estaba, con la cabeza hundida como si un avestruz anidase en él, en el rincón del pequeño mostrador tras el que el tabernero mostraba su sabiduría añeja, despachando el vino a granel o en pequeños vasos que él había bautizado como traguitos de olvido. -¡Ande amigo, tómese un traguito de olvido, alimenta el alma y ahuyenta las penas!
De vez en cuando el hombre hacía un movimiento como mecánico para tomar un traguito de olvido, que según el tabernero, era el décimo segundo de la noche, y, añadía el bodeguero una coletilla algo burlona: -hasta los veinte no olvida sus males el condenado, y es cayendo al suelo sin consciencia, entonces yo lo levanto como cada noche que viene y lo pongo en la calle orientándolo hacia el suroeste, hacia el mismo lugar en donde se encuentra la entrada de la plaza de toros cuyo ruedo circular es de los primeros que se construyeron, y, él, sin saber cómo o por medio de qué arte o magia se pone en marcha dando tumbos y desaparece por la esquina de la casa de empeños.
Del modo que narraba el tabernero sucedió lo que sigue: El tipo una vez hubo consumido en que hacía el número veinte de sus traguitos de olvido cayó al suelo, fue puesto en pie y orientado su rumbo se puso a caminar como un velero en una mar encrespada. Pero ésta vez algo iba a cambiar en su paseo, yo lo iba a seguir para descubrir a dónde se dirigía, o al menos, hasta dónde llegaba, que por su estado observé que no sería muy lejos.
Yo derecho y el zigzagueando, y, tal y como lo había vaticinado el tabernero, el hombre torció a la izquierda en la esquina de lo que era una casa de prestamos, dirigiéndose hacia el este dejando la plaza de toros a su derecha, luego se asomó como un fantasma un edificio de tres plantas entre la plaza de toros y una casona, en su fachada un cartel identificaba aquella aparición como el teatro, haciendo éste junto la plaza de toros una peculiar pareja arquitectónica.
El personaje tambaleante se detuvo quedándose prácticamente inmóvil, casi clavado en el suelo, justo en el inicio de una calle a su izquierda, en ella corría el viento helado del norte y allí donde el tipo se había detenido, empezaba o terminaba la vía en la que dormían, en los escaparates, los maniquíes el sueño de los transeúntes hasta despertar con sus ojos al día siguiente.
El hombre hizo un movimiento con la mano derecha y con ella la señal de la cruz cruzó su rostro, se escuchó un sonoro amén en el silencio de la noche lluviosa y ventosa. Yo lo seguía a unos treinta metros, me detuve para no ser descubierto, aunque dudo que en aquellos momentos, el tipo tuviese alguna noción de la realidad circundante.
Volvió a reanudar el paso con sus peculiares balanceos hacia el sureste. Cuando llegué al punto donde éste se había detenido, descubrí el motivo de su signo de la cruz, sobre la pared de una casa señorial había un mosaico de una imagen de una dolorosa y de un nazareno. Era tradición y superstición hacer la señal de la cruz ante las imágenes de santos o al pasar por delante de las casas de dios.
La fachada que albergaba los azulejos pintados con la virgen y el nazareno debía pertenecer a algún miembro de una cofradía, de las que la población tenía el orgullo de tener varias de gran devoción entre el pueblo, de hecho tenía hermandades para representar todos los pasos que sufriera el predicador hasta llegar a su escabrosa muerte.
Sigamos con el peculiar bebedor de traguitos de olvido que hizo una nueva penitencia como si fuese en procesión con los cantores de la aurora, ésta vez la parada la hizo en una plaza en cuyo centro se alzaba el busto del que fuera embajador en Roma y que llevara el peso de las negociaciones para restablecer las relaciones con la Santa Sede. La plaza que albergaba la faz del ilustre había llevado por nombre el mismo que muchas de las plazas de la nación que las albergaba en una grande y libre…
El hombre alzó la mano derecha abierta y gritó lo que podía ser un viva, pero su estado de ebriedad le imposibilitaba la correcta pronunciación de las palabras. Así que el grito sonó como un rugido entre gatuno y perruno. Bajó la mano y haciendo el acto de firmes golpeó con ella su muslo derecho. De nuevo reinició su andadura por aquellas calles en la noche que se precipitaba oscura e impenetrable en una niebla densa en la que se veían, parpadear, trémulas, las farolas en sus atalayas.
Cruzamos un puente, pero me fue imposible distinguir el abismo debido a la niebla que se cerraba no dejando ver a más de tres metros. Me fui guiando por el oído y seguí el sonido de los pasos de veinte traguitos. El viento racheado disipaba en ocasiones la intensa niebla y como si de un teatro se tratase y al alzar el telón vemos el escenario, yo veía al tipo que seguía tambaleándose para volver a perderse en el celaje.
El empedrado de la calle me daba la certeza de encontrarme en una calle antigua, por la que en otro tiempo cabalgaran carrozas y caballos. Los sonidos se amplificaban por la estrechez de la calle, e incluso, podían oírse los ronquidos de los felices durmientes que platicaban a esas horas con Morfeo.
Seguía los pasos y el sonido que iba dejando la respiración entrecortada de mi antecesor, de vez en cuando podía distinguir entre los claros de niebla un destello de luz, una llamarada que iluminaba el rededor del personaje, y era que mi perseguido encendía un cigarrillo porque el aire limpio se llenaba del aroma del tabaco negro que se esparcía entre la penumbra y la cal de las paredes.
Alguna ráfaga de viento me traía el perfume de sexo consumado, de rancio jazmín y de dama de noche, y, nuevamente, la figura de otro insigne de la ciudad laureado, aparecía en una plaza, esta vez una pequeña plaza albergaba el homenaje al ilustre que afinaba una cuerda más en la guitarra y había deleitado a la aristocracia con sus maravillosas octavas. Frente a éste, otro laureado a título póstumo, como es natural en este mundo de “vivos”, que dejaba su esencia de trementina y óleo colgada de las paredes de lo que en otro tiempo fuera escuela de curas, dedicada a acoger a niños de campesinos, más tarde convertido en colegio público en cuya ala oeste sonaba, en las tardes, el sonido de una composición musical que por la torpeza de su ejecución, nos indicaba que estaba realizada por algún alumno del conservatorio de música, obsesionado con Mozart u otro músico iluminado.
De repente la calle se hizo más estrecha, tanto que se podían tocar con las puntas de los dedos, extendiendo los brazos, las paredes que cerraban en su interior los dos museos, que uno frente al otro ofrecían distintos alicientes a los curiosos viajeros.
La niebla la terminó disuadiendo el viento y las calles se ofrecieron en su quietud mortecina iluminadas por tenues farolas que colgaban en las esquinas de las casas señoriales como lo hicieran, en otro tiempo, los faroles de gas.
Pude ver una cruz en el centro de una plaza conforme íbamos a la derecha y en la parte trasera de una gran iglesia, llamada por los lugareños, la catedral, se situaba otra muestra de lo agradecido de un pueblo a sus figuras ilustres.
Allí veinte traguitos dirigiéndose al busto, recitó, alto y claro lo que sigue:
<En este ardiente acento
De árida plenitud
Que palpan los sentidos>>
<Cal y nube, hoy como ayer un agua furtiva
Tras cada posesión; tras cada goce
Un aguijón de cálidos beleños>>
Tras el recital el tipo siguió su marcha ahora menos desequilibrada que al principio. Al parecer, los efectos de los traguitos iban desapareciendo, a medida, que iba transcurriendo el camino. Quizá de regreso a su hogar, al menos, eso era lo que yo pensaba, y, no podía yo haber imaginado jamás, lo que iba a acontecer con el devenir de las horas.
Seguí, cada vez con más expectación, no lo niego, al personaje tan curioso que me precedía en aquel recorrido tan maravilloso como misterioso. Y fuimos a desembocar en una plaza donde los laureles se agitaban movidos por el viento, haciendo rozar sus frondosas ramas con las de los naranjos que también eran espectadores eternos de otra homenajeada, en éste caso perteneciente a la aristocracia. No hubo recital alguno por parte de traguito, sin embargo éste se sentó adoptando la posición de pensador y como en un acto de reflexión exhaustiva, encendió con ansias un cigarro. Yo me había refugiado en los soportales de la iglesia, mal llamada catedral, justo debajo de la casa del cura y de la del sacristán. A mi derecha quedaba una de las entradas situada en la torre del campanario, torre ésta que albergaba en su interior algunos vestigios de un antigua mezquita, a mi izquierda otra pequeña plaza y hacia el punto por donde el sol sale, se situaba un edificio que por el día mostraba la agitación propia de la casa del pueblo: Políticos, periodistas, contribuyentes honesto, policías…
Tras la plaza, donde los laureles agitaban sus ramas como disgustados por la presencia de la estatua de la noble, se erguía otra torre o campanario, de dimensiones más pequeñas que el que se elevaba hacia el cielo por encima de mi cabeza. Bajo el campanario de la “catedral” el reloj ofreció, al silencio de la noche, su peculiar sonido anunciando que eran las dos en punto de la madrugada.
Traguito se incorporó, dirigiéndose hacia este, como atraído por el sonido que el reloj había depositado en todos los rincones de aquel barrio antiguo. Algunos gorriones se agitaron inquietos y pronto volvieron a su reposo entre las hojas laureadas.
Bajó por unas escaleras dejando a su izquierda el tranquilo edificio que se asomaba a la plaza tras sus arqueados balcones y ventanas. A la derecha en lo alto de la torre o campanario una luz iluminaba a una virgen son su niño en el regazo.
Traguito cruzó la calle y se adentró por un callejón que lo llevó a una pequeña explanada resguardada por una muralla. Giró hacia el norte y aceleró sus pasos bajó, a grandes zancadas, por un camino oscuro y dejando a su derecha la muralla que lo acompañó hasta pasar por el arco de una puerta de corte morisco. Una vez en plano descampado quedó la ciudad a su izquierda, donde las casas asentaban sus cimientos sobre las rocas en la parte de arriba, dándoles un aspecto fantasmal y de ensueño.
Me recorrió un escalofrío, mitad miedo, mitad curiosidad, pero, incluso así, decidí seguir los pasos de mi particular guía, que bajaba con una agilidad sorprendente, y, a la vez, incomprensible. Sí, el mismo sujeto que hacía una hora se caía para los lados se había convertido en un atleta nocturno. Tenía yo dificultad para seguirlo sin perder su pista cuando tropecé y caí rodando hasta que mi cuerpo se detuvo por propia inercia al concluir la bajada. Me encontraba algo dolorido. Sacudí mis ropas de todo el forraje adherido a ellas como buenamente pude. Y sin perder tiempo eché un vistazo para ver, si todavía, traguito estaba a mi alcance.
Y sí, allí estaba sentado en el muro superior de lo que parecía ser un puente. Efectivamente, minutos más tarde pude comprobar que así era. Cuando lo vi allí agitando las piernas, pensé que el tipo iba a saltar al vacío. Pero no fue así, este canturreó algo y volvió al camino.
Estábamos ahora en los arrabales de la ciudad, a nuestra derecha corrían indiferentes las aguas del río que dividía en dos partes el pueblo, una la vieja y otra la nueva. Varios edificios en ruinas quedaron a nuestras espaldas. Cuando llegué al puente pude comprobar que desde éste podía verse otro situado mucho más arriba. Dos estilos diferentes para diferentes épocas. Una chabola a orillas del río, enseñaba infinidad de rótulos escritos a mano sobre soportes improvisados de tablas viejas, de chapas, e incluso, de restos de algún coche viejo, en ellos se podían leer las indicaciones que el propietario hacía a los merodeadores, prohibiéndoles el paso a su esmirriada pertenencia, contrariando esto con una virgen situada en lo que parecía la entrada, bajo la cual se podía leer: Bienvenidos al hogar al que se acercan.
El camino fue en ascenso y dejamos la penumbra adentrándonos en una calle iluminada por dos tristes farolas. Traguito torció a la izquierda, la calle volvió a estar empedrada y las casas, a uno y otro lado, centenarias con grandes puertas de madera y ventanas selladas con rejas de hierro. Al poco apareció una iglesia a la derecha, y junto a ésta una fuente desde la que se podía ver, al fondo, un arco de que daba entrada a la ciudad por la parte este. De la fuente manaba el agua por medio de ocho surtidores. Mi predecesor tomó un trago de agua en cada uno de ello, volvió hacer la señal de la cruz frente a la iglesia donde en la entrada se erguía una palmera buscando la torre del campanario.
La calle se tornó muy empinada y subimos, al menos yo, con dificultad. Al rato la procesión se volvió a detener, esta vez bajo unos arcos donde seres esculpidos en piedra representaban ahorcamientos y sobre sus cabezas se vislumbraba un mural de ángeles y vírgenes. El personaje volvió a persignarse y continuó el viaje. Subimos unos cincuenta metros y encontramos una plaza con iglesia. El silencio era misterioso y tanta quietud erizaba los vellos, la niebla y el viento habían desaparecido por completo.
En la plaza un busto parecía pensar en hacer cambios en la educación para crear una enseñanza libre. Observé a traguito desde la esquina. Éste se sentó bajo el busto que miraba hacia el sur y comenzó una retahíla de palabras ininteligibles.
Vaya recorrido asombroso y por supuesto lleno de belleza y misterio. Mi curiosidad iba en aumento por saber el desenlace de curioso recorrido. El tipo volvió a iniciar su andadura dirigiéndose hacia el norte. La iglesia y su entrada principal quedaron a la derecha. Y luego estuvimos en la calle principal de nuevo.
Corrieron sus pasos mucho más ágiles, no se veía ni un alma, un gato cruzó rápido y se perdió tras una ventana. Un coche a lo lejos dejó el sonido en el aire y rompió el silencio tan escabroso. Los escaparates acunaban a sus huéspedes vestidos con las prendas de moda. Uno, dos, tres, cuatro tramos de la calle peatonal y nuestro amigo decidió ir hacia la derecha donde otra plaza albergaba una fuente sobre la que dos leones y su domador miraban en extraña pose hacia el sureste. Hércules custodia la entrada al sur por el estrecho. Otra iglesia a la derecha de la plaza, y, nuevamente traguito hizo la señal de la cruz sobre su rostro. La lluvia volvió a repiquetear en los tejados. A la izquierda de la fuente se encontraba la calle donde la taberna estaba situada, el lugar del inicio del recorrido. En frente y tras Hércules y sus leones se alzaba un edificio de tres plantas que no podía ser otro que el casino.
Traguito fue por la calle de la izquierda y por ella fuimos a dar a la puerta de un oscuro parque que parecía cerrado a esas horas. ¿Qué hizo traguito al ver la puerta cerrada? Nada. Se quedó allí parado como si estuviese pensando en el modo de acceder al parque, donde un centenar de árboles movían sus ramas creando una sinfonía que se alejaba en un infinito eco. El pequeño hombre empujó la puerta y sin más ésta se abrió ante él. Y como si supiese que yo le había venido siguiendo la dejó entre abierta invitándome a pasar. ¿Quería un testigo de su singular aventura?
Comencé a sentir verdadero miedo. En el lugar en el que me adentraba no era difícil esconderse, y, mucho menos, asaltar y acabar con la vida de un hombre. Sin embargo por una razón incompresible, me armé de valor y sacando fuerzas de flaqueza me adentré tras traguito en la siniestra alameda.
Al fondo de un camino de tierra, iluminaba, tímida, su entorno, una farola. Vi la sombra del hombre que iba creciendo al acercarse al foco de luz. Algunos pájaros se inquietaron en sus ramas. Una lechuza puso su tétrico ulular en el eco del silencio. Luego un pequeño estanque donde dormían gansos y patos, un par de pajareras acurrucaban el sueño falto de libertad de tórtolas, periquitos, canarios y en una de ellas, como si se tratase del palacio de algún rey, habitaba una pareja de pavos reales. Y un busto como escondiéndose de las miradas de los curiosos se impuso ante traguito. El universal pintor miraba hastiado un viejo tiovivo. Y como si de un dios se tratase, traguito se arrodilló ante él. Pude oír sollozos y suspiros entrecortados, luego el pequeño guía se incorporó, se dio media vuelta y mirando hacia donde me encontraba se dirigió hacia allí. Un temblor me sobrecogió el cuerpo de arriba abajo y viceversa. Se acercaba con una decisión espantosa y de repente, en mis propias narices, se esfumó como por arte de alguna magia. Mi cuerpo y mi mente quedaron inmóviles. Todo mi entorno se tornó una oscuridad infinita, al cabo de unos segundos comencé a vislumbrar una pequeña luz parpadeante que se acercaba hacia mí desde la profunda tiniebla.
He aquí que se iluminó la estancia en la que me encontraba, el parque había desaparecido. Me encontraba en una habitación iluminada por un candelabro donde ardían varias velas. Una mesa escritorio presidía el conjunto austero y, tras la mesa un hombre recitó lo que a mí me pareció sublime:
<Recuerda que a los amantes la mentira les sorprende en sus confesiones. Sola tú formas parte de mi pura soledad. En todo te transformas: un murmullo o tu aéreo perfume.
Entre mis brazos: ¡qué abismo que se alienta de pérdidas!
Mis brazos no te retienen. Y es por eso justamente que te tengo para siempre>>
©salvador moreno valencia

martes, 10 de abril de 2007

Con La Moneda Que Pagues Serás Pagado

¿Estás preparado a recibir el pago con la misma moneda que has pagado?
Todos, absolutamente todos, decimos o creemos que estamos preparados.
Pero son sólo palabras, palabras, sólo palabras.
Cuando actuamos, actuamos deliberadamente, creyendo que a nosotros no nos afectará, nada.
Y cuando nos toca, nos toca, será orgullo, será hipocresía, será egoísmo, será lo que tenga que ser.
Pero sea lo que sea, duele, y te pones en la piel del contrario, todo el mal que le hicimos, se nos devuelve, con creces, porque al más vil verdugo, se le tuercen las tornas y se convierte en víctima.
¿Víctima de qué? ¿Por qué? Porque siempre es mejor ser verdugo que ejecutado y cuando te ejecutan sientes el dolor que causa ser víctima. Así el mundo gira y gira, la vida da vueltas y vueltas. Los que fueron víctimas se convierten en verdugos, los verdugos se convierten en víctimas y así es la vida.
Qué carajo, es una forma de ver o de entender, de hacer o deshacer, que bien dice: “Que quien a hierro mata a hierro muere”, “que si juegas con fuego en él serás quemado”.
Y aquí comienza éste cuento:
Era sé una vez un hombre que dejó su vida, dejó a quien realmente lo amaba, cegado por sus sueños. Pero no pensó, ni tan sólo por un instante, que algún día todo se le volvería en su contra. Las velas se opusieron al viento y su velero fue naufragando en un mar de dudas.
La noche se hizo eterna y jugando con el fuego, él se quemó en el infierno de sus deseos, de sus sentimientos. La luna brilló en el cielo cuando ya era tarde, el viento rompió las velas de los deseos, el corazón se hundió en un mar negro, triste y sin escrúpulos.
Siempre decimos que nada es como se ve y que no sabemos lo que tenemos hasta que no lo perdemos y que cuando lo perdemos es, cuando sabemos lo que queremos.
Nuestro hombre, nunca pensó en estas trivialidades, para él, no había, ni tuvo la duda, que a él nunca le podían ocurrir esas vanas superficialidades.
Pero de repente, como el viento cambia de dirección, todo se le tornó, y de verdugo, el peor verdugo que fue, se convirtió en la víctima, en la más despreciable víctima que jamás pudo imaginar.
Fue que, su ambición por llegar al lugar que soñó, nunca llegó y en su empeño dejó atrás todo lo esencial, todo lo que realmente merecía la pena, pero, siempre con los peros, olvidó lo que realmente su corazón le decía.
Y fue que dejó a una mujer, el amor de su vida y no supo, ni apreció que era el amor de su vida, hasta que no la perdió y la perdió para siempre.
Entonces se vio reflejado en el espejo de los náufragos, una isla. ¡Que maravillosa isla! La isla de la libertad, nada ni nadie, todo era cielo a su alrededor, mar y sol. Allí, lejos de los ojos de la gente, pudo ver qué era la soledad, qué era no tener a nadie, qué era estar solo. Gritó, gritó muy fuerte, pero nada ni nadie le escuchó y sus gritos se fueron ahogando con el viento y el sonido del mar que le recordaba otros tiempos en los que fue feliz, en los que fue hombre, en los que tuvo alguien a su lado para compartir sus deseos, sus desalientos, sus desgracias y sus fracasos, el viento silenció sus gritos.
Y ese ser que no le pidió nunca nada, ese ser, esa mujer que lo dio todo por él, todo cuanto era, todo cuanto tenía, sin pedirle nada a cambio, se desvaneció en sus gritos.
Así fue que, nuestro hombre se durmió en aquella isla, donde era libre, pero, siempre con los peros. Despertó una mañana y se sintió solo, tan solo que ni las olas de aquel mar que fluía en libertad pudieron consolarlo y desde ese día yace en el laberinto de sus sueños, de sus sueños rotos.
La botella de güisqui se me ha terminado, las lágrimas no me dejan continuar con este relato, pero y siempre con los peros, el pirata que llevo dentro ha naufragado.
SOS, gritaba nuestro hombre, pero el viento, el sonido del mar y su imaginación habían perdido lo que más había anhelado, aquella mujer que le entregó todo sin pedirle nada a cambio.
Una isla llamada LIBERTAD. Necesito otro güisqui para continuar. Camarero, traiga otra botella, que cuando la haya terminado meteré en ella un mensaje: SOS, que alguien me rescate de esta isla llamada LIERTAD, llamada SOLEDAD.
El camarero me ha traído otra botella y ahora que lo pienso, recuerdo este poema de Neruda:
Puedo escribir los versos más tristes ésta noche:
Escribir, por ejemplo:
“La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”.
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Qué importa que mi amor no supiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Porque en noches como ésta, la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa
y estos sean los últimos versos que yo le escribo.

Más daño le he causado yo, en mi ceguera insensata,
seré ciego en el olvido.
escrito en Junio 1999
por:
© salvador moreno valencia