Letras tu revista literaria

sábado, 6 de diciembre de 2008

De lo cotidiano

El centinela marchaba con paso marcial. Se detuvo al oír un sonido que se salía de lo acostumbrado para él. Olisqueó el aire y un tufo como de animal se apoderó de su nariz. Cargó el arma y sigiloso se acercó a la alambrada que lo separaba del bosque.

En la cocina moldea la harina Magdalena, con el tesón que le es peculiar de su carácter y mientras amasa canturrea una canción que aprendió en la escuela: “tiene mi niña los ojos verdes, ay tan verdes como esmeraldas, verdes, verdes…”

De la oscuridad del bosque saltan hacia la alambrada dos luminosos ojos; son los de un venado que acostumbra a acercarse todas las noches para que el centinela le de su ración de azúcar en forma de caramelo. Feliz el animal se deja acariciar por el centinela que se encuentra seguro tras la valla, nunca se atrevería a pasar al otro lado, aunque vaya con el arma y todo; no, tiene un miedo atroz a la espesura y negrura del bosque que parece que lo va a devorar si cruza la empalizada.

Magdalena ya tiene preparada la masa y metida en el horno para hornear el sabroso pan de nueces que tan sólo ella sabe hacer dándole este punto que nadie más sabe darle. Cuando ya ha dispuesto el horno: temperatura y tiempo. Se queda mirando por la ventana, la oscuridad es tan intensa como la fogosidad de esos jóvenes a los que la testosterona los trae por la calle de la amargura; y en el fondo de toda esa negrura el bosque parece alzarse insolente con una prepotencia que desquicia a los que viven en sus orillas.

El venado, una vez satisfecho, vuelve al lugar que le corresponde para seguir en su paseo nocturno hasta llegar al amanecer al lago, lugar donde templará su cornamenta y afilará sus puntas para las peleas en la berrea. El centinela piensa en Magdalena y en la última vez que se vieron, ya hace unos meses, tantos como los que él lleva en el dichoso trabajo de guarda nocturno de una central térmica o algo parecido, pero que de momento no se encuentra en activo. Pasillos y pasillos solitarios y húmedos, patios enromes donde se asoman enormes tanques de no sabe qué. Él no hace preguntas, se limita a cumplir con su obligación, no están los tiempos para andar por ahí preguntando a quien le paga qué o para qué o cómo o quiénes… no es asunto suyo; él llega a las doce de la noche y se marcha a las doce de la mañana, así un día tras otro, sin descanso, pero no están los tiempos…

La alarma del horno ha comenzado a sonar y Magdalena deja su otra tarea, la costura, y entra en la cocina para retirar del horno el pan que ya está en su punto. Al abrir la puerta del horno el olor a pan recién hecho invade toda la estancia y su nariz festeja ese dulce aroma de nueces. Tras la ventana, en la oscuridad del bosque una luz aparece y desaparece como haciendo señales. Una garra ase la lámpara nórdica de la que procede la luz intermitente, la mano libre ase un palo de madera, y entre destello y destello un rostro descarnado es iluminado con la misma intermitencia con la que iluminan los faros en las costas…
Continuará