Capítulo 7
No pasaba el tiempo, al menos a mí así me lo parecía, la música del excepcional músico Albert Cialenva no hizo el efecto acostumbrado en mí: no pude dormir la siesta, en mi cabeza todo daba vueltas, y giraba en torno a una puta mierda.
Sí, lo único que podía remediar aquella tarde que se adentraba en la penumbra del atardecer, no era otra cosa que la visita de Erika; ella sin duda sabría sacarme, por un momento, de mi pasado.
Erika esa tarde no pasó, y estuve atento de los pasos en la escalera, de las veces que subía o bajaba el ascensor, pero ninguna persona que bajara o subiera tanto por la escalera como usando el dichoso artefacto, era ella. El ascensor me trae malos recuerdos, en mi juventud, cuando era yo un avezado chaval con ganas de comerse el mundo, y sin pensar en que un día el mundo me comería a mí, me quedé cinco horas encerrado en un ascensor, que para mí los efectos secundarios: fobia a los sitios cerrados, fobia a los aviones, fobia a todo lo que se mueva hacia arriba o abajo y rete las leyes de la gravedad y que además posea cierres electrónicos.
Erika no vino. Quizá pensó que yo tan sólo era un chiflado. Y no es para menos. ¿Qué pensaría yo si un día llaman a mi puerta, y en ella hay un tipo que está interesado en un mezquino asunto de una mierda en la escalera? Sin duda, debo de aprender a empatizar, porque yo le cierro con toda seguridad la puerta en las narices. Es normal, ¿no?
Así que al ver que mi probable cita no llegaba decidí salir a estirar las piernas, y me fui a tomar un café doble con copa de brandy al bar más escatológicamente ruin y cutre de la ciudad que me albergaba por entonces: un lindo lugar donde las cucarachas se paseaban como si fueran las mascotas de los vecinos y no digamos las ratas.
Más tarde, cuando regresaba ya beodo perdido, sufriendo la pérdida de unos euros, me encontré con el señor Mena, hombre de malas compañías que me alquilaba de tarde en tarde unos volúmenes sobre filosofía griega a un precio razonable: un par de cafés con copa y puro en el bar citado: aquel tugurio de mala muerte, que en otro tiempo pudo haber llegado a ser, con toda seguridad, uno de los mejores locales de la ciudad, pero venido a menos y como todo en aquella cutre metrópoli respirando un aire de total decadencia. El señor Mena iba como siempre, hecho un figurín, a pesar de que el traje era de hacía veinte años, probablemente el primero y el único que él pudo haberse comprado, o quizá no.
Se detuvo ante mí y me dijo:
-Hombre Arturo, a usted quería yo verle.
Yo que como ya he dicho iba como un piojo casi lo piso cuando estaba frente a él.
-Una sorpresa-tartamudeé o creí que lo hacía porque aquel sonido más bien parecía un gruñido, o una especie de gorgoteo como si me estuviera ahogando.
-Tenemos que hablar, vamos al bar de Anita, y allí le cuento mi plan- dijo agarrándome por el hombro y yo sin poder evitarlo y casi arrastras allí que me fui con el señor Mena a escuchar sus ideas o sus planes, que tanto las unas como los otros seguro que me iban a dar dolor de cabeza además de los de la resaca que iba a tener al día siguiente.
Por el momento había olvidado el misterio de la mierda en la escalera, a Erika, a Natalina y al tipo anodino que me había encontrado en la escalera y que según la señora Natalina era el responsable de aquel soez acto.
1 comentario:
Me ha gustado el tono socarrón del capítulo, aunque para valorarlo en profundidad deberé leer el resto. Añado el blog a favoritos para dentro de una semana, cuando tenga más tiempo y tranquilidad.
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