Luminosa Filamento, Fluorescente Long, Lucecita Mesillas, Plafón L.V. Baños y otros objetos de la casa iban a tener la oportunidad de ser los únicos espectadores invitados al desenlace de aquel plan que urdido a ultranza tanto de él, su mi hombre, como de ella, su mi mujercita, tenía intención de llevar a cabo el subconsciente de ésta.
Él como cada mañana, salió de casa a las claras del día, se puso su gabán por el que ella había puesto tantas veces los gritos en el cielo, o mejor dicho había elevado al cielo sus sordas plegarias para que él dejara de ponerse aquella cosa que a ella la exasperaba, no ya por la apariencia en sí, sino por lo que para él significaba emocionalmente hablando, como si ella se hubiera propuesto como objetivo de su vida conseguir ver a su hombre apartarse de lo que la prenda significaba, y quizá fuera esa batalla perdida de ante mano la que en ella, es decir, en su subconsciente, hubiera encendido las ganas de venganza alimentando un odio desaforado tanto a la gabardina como al que cada día como si de un ritual se tratara se la colocaba hiciera o no frío.
De modo que así presenciaron Luminosa Filamento y sus compañeros de luz, días antes de que ésta, Luminosa fuera reemplazada por las manos de uno de los hombres del servicio técnico, la realización del plan, vieron cómo ella ejecutaba el plan concebido siendo ajena al mismo y como una enajenada mental asió el mango de un objeto que tan sólo Fluorescente Long supo reconocer. Su filo azulado brillaba en la media penumbra de la tarde, antes de que ella se decidiera en ir pulsando con pasión y como una loca los interruptores para iluminar toda la casa, pero aquella tarde en la que el sol ya era una anécdota que probablemente se repetiría al día siguiente, ella, sí, su mi mujercita no hizo lo que venía haciendo con un rigor inusitado desde que entrara en aquella casa, hacía veinte años o casi, porque ella ya lo había olvidado, había sido absorbida por el agujero negro de los días repetidos, constantes y parsimoniosos en los que se dedicó a esperarlo a él, sin más plan que el esperar que el día siguiente se repitiera con la misma cadencia suicida.
La oscuridad se hizo por completo como si a Filomena y a los otros objetos luminosos les hubieran vendado los ojos filamentosos, el sonido del ascensor sonó como lo había hecho cada noche a la misma hora en que él regresaba a casa desde hacía veinte años o casi, ni él ni ella recordaban ya el tiempo que hacía, la cotidianidad los había atrapado a ambos dejándolos relegados a ser seres indiferentes tan poco distintos de los objetos que los rodeaban, también indiferentes al mundo, al paso del tiempo, y al pasado, al presente y al futuro, ajenos a todo cuanto les rodeaba, y contemplando sin estupor ni sorpresa el acto final de la vida de aquella pareja burguesa de clase media.
Y ella, su mi mujercita oculta en las sombras espera sin saber qué o a quién, y sin pensar en el por qué de su acto, de su acción como si la venganza anidara en su corazón desde el principio de los tiempos. Él que tras su meticulosa búsqueda de la llave la introduce en el ojo de la cerradura como si Plinio estuviera allí enviándole un mensaje por el ojo de la aguja, miro hacia el oeste, y bajo el único rayo de sol que a través del ojo pasa, hay un secreto enterrado, que no es otro que la verdad de la existencia de los hombres. Él, su mi hombre abre al fin la puerta de la misma forma que siempre, da la espalda a la oscura entrada, pulsa el interruptor para iluminarla, y cuando el pequeño aplique se enciende un rayo de luz azul rasga la tela de su gabán, y como un río de recuerdos cae sobre sus pies un líquido pegajoso y rojo, y luego como un trueno en sus oídos, y otro rayo de azulada transparencia lo parte en dos, cuatro, seis, ocho partes que para él, su mi hombre se convierten en infinitas partes que se comienzan a diluir en el río que a sus pies corre. Vencido ya ante la rutinaria hoja azul que lo traspasa sin piedad una y otra vez, y en un último intento de salvarse arroja su gabán a las fauces del monstruo que hoy lo vino a esperar y éste todavía más salvaje lo convierte en un montón de jirones, al gabán y a él: jirones de tela y carne que quedan esparcidos sobre el suelo.
Ella, su mi mujercita, ya enloquecida totalmente comienza a encender las luces golpeando los interruptores con rabia mientras se asesta rápidos y contundentes saetazos. Luminosa Filamento ilumina la escena, Fluorescente Long hace lo mismo, y todos, incluso Lucecita Mesillas son salpicados de un líquido pegajoso y de color rojo.
Luminosa sólo recuerda la mano del hombre del servicio técnico asiéndola sin cuidado y lanzándola al cubo del reciclado de cristales.
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