Capítulo 4
Oyendo el “Mon Legionnaire” me quedé dormido. Había tenido una noche como tantas otras, mi enfermedad comenzaba a lanzarme hacia el precipicio con total violencia. Al principio lo había hecho paulatinamente, con una lentitud quizá todavía peor que la velocidad con la que ahora me mantenía en esa lucha interna, yo intentando aferrarme a cualquier clavo ardiendo para no dejarme atraer por eso que llamamos ley de la gravedad. Sí, me quedé profundamente dormido y soñé: ¿pasajes ya vividos, o por vivir? Tanto eran lo primero como lo segundo, porque ambos se mostraban con esa familiaridad que tienen algunas ciudades, algunas personas y algunos objetos cuando uno los ve, o cree verlos por primera vez. Sí, allí estaban de nuevo o quizá no estaban sino que eran una visión que me adelantaba acontecimientos venideros. Muchas veces me he preguntado, ¿cómo diferenciar lo vivido con lo que se está viviendo en el momento presente? Sin duda una de mis mayores paranoias, entre otras, pero esta, la que más ha contribuido a postrarme en el estado en que me encuentro.
Sí, creí haber soñado que era un niño de mejillas pálidas y piernas delgadas y demasiado largas para mi edad, o para la proporción de mi cuerpo, y mi torso como uno de esos fetos que se exhiben en museos arrugados y suspendidos en ese líquido amniótico; ese era mi torso del que salían dos extremidades largas que llegaban casi a las rodillas y de las ramas superiores al final como tallos se ramificaban los diez dedos, que en este caso parecían trece rabanillos colorados. ¿Era una pesadilla? Sin duda, pero era una de las menos importantes con relación a las que verdaderamente me dejaban sin dormir noches y noches, por eso aquella mañana tras despedirme de Erika caí en ese sueño soporífero que por algunas tierras llaman la siesta del burro. ¿Cuándo había empezado mi carrera de insomne crónico? Hacía ya casi una década desde que me ocurriera lo que tenía que ocurrirme. Yo soy de los que piensa, que nada puede hacerse cuando las cosas tienen que pasar, lo llamen como lo llamen, pero es así, si algo ha de ocurrir ocurrirá y nada ni nadie puede impedirlo. Ahora tras esas largas noches de vela, parece que el mecanismo que me ha llevado a ese estado de insomne es el mismo que me hace ver como algo muy lejano lo que sucedió aquella madrugada.
Soñaba con mis piernas largas, con mi torso fetal y con mis brazos como ramas de un viejo rosal cuando un sonido me sacó del sueño. Me desperté, al menos eso creí yo, que me había despertado y lo que había ocurrido fue que había despertado de un estado de sueño para ir a otro en el que yo creía estar despierto. Llamaron a la puerta y con toda naturalidad fui hacia ella, sin mirar por ese caleidoscopio que en las puertas nos hace ver a quien se encuentra tras ella desfigurado por la lente, abrí. Pero allí no había nadie, así que bostezando volví a cerrar la puerta y volví a tumbarme en el sofá, en el giradiscos el disco de Edith Piaff había concluido y el sonido de la aguja rozando con las últimas líneas de este me recordó aquella madrugada. Seguía dormido a pesar de creer que estaba despierto. Y seguí así hasta que verdaderamente quise despertar y entonces sobrevino la lucha de siempre, allí estaba como una sierpe de siete cabezas, dispuesta a no dejarme salir jamás del mundo de los sueños. Con la resignación de soldado que ha sido vencido en la batalla y sabe que morirá fusilado por el enemigo, yo me entregué a lo perversión de mi pesadilla.
Tres horas más tarde desperté empapado en sudor y con el corazón que se me salía por la boca. El disco seguía girando y el sonido lo envolvía todo: muebles, paredes, suelos, ventanas, camas y aire.
Recordé la agradable conversación que había mantenido por la mañana con aquella bella vecina, y me alegré de saber que cabía la posibilidad de que Erika se detuviese en casa antes de subir a su piso. Pero todavía faltaban algunas horas, así que decidí tomar una copa de vino tinto y un buen trozo de queso. Luego salí para continuar la ronda de mi investigación sobre el misterio de la mierda en la escalera. Así que subí al tercer piso y llamé a la puerta de al lado del piso de Erika. Cuando había pulsado el timbre por cuarta vez me asaltó una premonición, sin duda, algo me decía que estaba ante la puerta del presunto autor del delito. Entonces se abrió lentamente la puerta y tras ella se asomó un niño de unos cuatro años, de cabellos dorados como el trigo, ojos azul cielo y un suave acento extranjero. Se quedó mirándome sin decir nada, un par de segundos después una anciana se asomó apartando al chiquillo de la puerta y dijo:
-¡Anda Luca déjame ver qué quiere este señor!- el niño obedeció a regañadientes y desapareció de mi vista.
-¿Qué se le ofrece buen hombre?- me preguntó amablemente la anciana.
-Me llamo Arturo Montes- me presenté-, y soy el vecino del primero be, recién llegado apenas hace unos meses.
La anciana sonrió mostrándome su dentadura postiza, tenía expresión de bondad en su rostro marcado por las arrugas, sin duda parecía que la vida la había tratado mal. Era de esas mujeres a las que les tocó vivir los estragos de la guerra.
-Encantada hijo, mi nombre es Catalina- me ofreció la mano que yo estreché con suavidad porque pensé que hacer el gesto de besársela le iba a parecer una extravagancia.
-Quería preguntarle si está al tanto del tema de…- no supe cómo hacer referencia al asunto, me pareció algo grosero decirle a aquella abuela que rebosaba bondad por todos lados, algo tan grotesco como lo de la defecación en la escalera.
-No se apure muchacho- dijo invitándome a entrar-, ya sé por lo que ha venido, no se apure hombre, que con esta van siete veces, sí como lo oye.
Me quedé de una pieza, ¿cómo lo había adivinado?
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