Capítulo 13
-Creo que será mejor dejaros solos- dijo Erika despidiéndose de mis dos nuevos visitantes.
-Por mí no se preocupe- dijo el señor Mena ignorando al ratónhuróncicatriz como si no existiera.
-Perdone…- intentó el hombrecillo imponerse para decir algo. Ninguno de los presentes le prestamos la más mínima atención. Erika aprovechó que la puerta estaba abierta para salir, en ese momento subía la señora Natalina, que no dudó un momento en meter sus narices, y cuando descubrió al hombrecillo dentro de ella, hizo un gesto displicente y dijo:
-¡Vaya! veo que hace usted muy buenos progresos señor Arturo.
-No crea, que la cosa está todavía algo liada y no sabemos o al menos no tenemos pruebas de lo que sospechamos- le dije. Erika salió al paso preguntándole que si iba para arriba la acompañaría. Natalina aceptó más por enterarse de algo que por la compañía, agradable sin duda, de Erika.
Cerré la puerta despidiéndome de ambas, y me quedé con mis dos, ¿cómo podría definirlos? Al señor Mena lo conocía de otra ocasión en la que nos enrolamos en un negocio que fue un desastre y no me unía a él ningún lazo de amistad, sino, podía decir empresarial, que era lo único que nos llevaba a reunirnos de tarde en tarde o cada vez que el señor Mena tenía una idea, que eran, la mayoría de las veces, descabelladas. Y al otro individuo lo había visto una sola vez, me lo había encontrado al salir del piso donde Natalina ejercía de niñera y ama doméstica, el eterno dilema el norte y el sur.
-Señor Arturo, he venido para contarle quién es el culpable de la mierda en la escalera- dijo sin atragantarse y con una decisión impropia de lo que había demostrado hasta el momento el ratónhuróbocadecicatriz.
-Oiga no sea pesado y váyase a casa- le dijo el señor Mena con cara de matón.
-No me iré de aquí hasta que no hayan escuchado lo que he venido a contar.
-Está bien- intercedí porque el señor Mena y el hombrecillo estaban subiendo el tono, y lo más probable era que el pequeño hombrecillo acabara con la nariz echada abajo.
-¿Por qué sospechan todos en el edifico de mí?- preguntó el hurón-. Muy sencillo, porque soy inmigrante, pero, alto ahí, que inmigrantes son también el inglés del tercero c o b, no lo sé exactamente, y también el sueco y la rusa, ¿no lo es esa retorcida de Malina o Matildina o como se llame que sirve como una esclava a esos otros?, ¿es que ellos no son inmigrantes? No, se sospecha de mí porque soy árabe, sí, un pobre diablo que cruzó el mar con el peligro de ahogarse en cualquier momento. Sí, el moro ese, dice la gente, sí, incluso esos que presumen de tolerantes y esas cosas- se detuvo, tomó aliento, sus ojos chispeantes llenos de dolor, de tristeza, no había en ellos una señal de odio, de celos, de rencor, pero sí de tristeza como la había también en sus palabras.
-No se altere amigo- le dije-, mejor será que tomemos un café.
-No tomo café, gracias- respondió el ratón- déme un vaso de agua por favor.
-¿Usted ha venido aquí a decirle a Arturo quién se ha cagado en la escalera o a contarle su vida, o hacer un tratado de paz entre el norte y el sur?- preguntó irreverente el señor Mena.
-Deje que le explique- dijo el hombrecillo cogiendo el vaso de agua.
-¿Cómo se llama usted?- pregunté.
-Mi nombre es Omar Ben Hiddlah, y pertenezco a una tribu del desierto del Sahara.
-¿Y por qué no se ha quedado usted allí?- volvió a preguntar el señor Mena que tenía fama de no ser, precisamente, muy tolerante con los inmigrantes.
-¿Se quedaría usted en un lugar sin agua ni comida?
-Mire no me líe con su sermoncito, abrevie con la historia y váyase, el señor Arturo y yo tenemos muchas cosas que hacer como para andar aguantando a tipos como usted. Ya le digo que si no está usted satisfecho en nuestro país, ala, coja el petate y a su tierra, que aquí lo único que hace es molestar- fue tajante y déspota el señor Mena.
-Mejor será que oigamos a Omar señor Mena, y le recuerdo que estamos en mi casa, y no debería usted de comportarse así, así que si usted no quiere oír lo que ha venido a contar este hombre, váyase y vuelve en otro momento, además no estoy yo para negocios ahora mismo, que ya me hizo perder buen dinero la otra vez- le dije sin perder la compostura pero con dolor de cabeza todavía. El señor Mena no se iría si lo que había venido a proponerme le parecía una gran empresa. Y así fue, se quedó y los dos oímos lo que Omar nos vino a contar. El culpable de la cagada en la escalera era un inglés que vivía en el tercero a, dicha acción la había contemplado Omar que bajaba a las dos de la mañana para ir a trabajar a una panadería que lo había contratado para hacer pan árabe, y como escuchó ruido en la entrada se agazapó con miedo, y pudo ver cómo el inglés se bajaba los pantalones y hacía lo que a la mañana siguiente encontraron mi vecina Adela y otros vecinos que pasaron sobre el cadáver sin intención de quitarlo como si no fuera con ellos. Así fue que llegó poco después de que Adela llamase a mi casa para comunicarme el despilfarro gástrico, un tipo que por aquel entonces me rondaba con intenciones poco honestas, y en un alarde de ser desprendido servicial y nada escrupuloso, cosa que comprobaría días más tarde, me pidió un par de guantes, unos periódicos y se puso manos a la mierda, quiero decir a la obra. Las páginas de cultura, las de deporte y las de economía internacional fueron las victimas de aquel holocausto. El rostro estirado de un columnista consagrado, escritor premiado y laureado con los más altos honores que vendía millones de libros antes, incluso, de salir al mercado, fue ilustrado con el oloroso manjar que el inglés, haciendo alarde de sus educación y su civismo, dejó sobre el tercer escalón del primer tramo de escalera del edificio al que me acaba de mudar. Al moro, Omar no lo lincharon pero nadie en el edificio le dirigía la palabra, sin embargo al inglés no sé si por temor, un tipo de unos dos metros con espaldas de caballo, y bebedor nato de cervezas, o por que era europeo, no dejaron de saludarlo cuando se cruzaban con él en la escalera. Y si hubo más cagadas no lo sé porque me enrolé en un negocio con el señor Mena que nos llevó directamente a la cárcel sin anestesia ni nada, nos dieron una tunda de palos que me acordé de los del pensamiento hispano. ¿O fueron ellos los que nos machacaron?
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