Capítulo 12
Nada podía hacer. Lo mismo que cuando los del pensamiento vinieron y se jactaron con mis humildes huesos. El señor Mena apareció, en el preciso momento que el hombre, el vecino, del que sospechaba Natalina, sí, el señor Mena vino como caído del cielo, aunque desde ese lugar no recibía nunca correspondencia.
Entonces abrí la puerta.
-¡Señor Mena, qué sorpresa!- dije tendiéndole la mano e ignorando al vecino atribulado.
-¿Sorpresa?- preguntó sorprendido-, si habíamos quedado Arturo, ¿no se acuerda?
No, no me acordaba y la cabeza, a pesar de los cuidados de la princesa de las amazonas, me seguía doliendo. El hombrecillo permanecía imperturbable, allí, mirando con sus ojillos de ratón, su nariz de hurón, y sus boquita cerrada como una cicatriz.
-Perdone, pero…-abrió la cicatriz en un intento llamar la atención el pobre cagador, o al menos el presunto cagador, pero cagadores somos todos, una cosa es que lo hagamos en el lugar ideado para tal fin y otra es que lo hagamos en la escalera, pero, ¿con qué fin se caga uno en una escalera? Quizá el hombrecillo asediado de repente por uno de esos retortijones que no tienen intención de aviso, sino de acción, se vio en la disyuntiva de bajarse los pantalones y zas.
-Perdone pero… dijo nuevamente el ratón inquieto…-, me gustaría contarle a usted, quiero decir- se detuvo como pensando en la o las palabras que quería y había venido a decirme. El señor Mena lo miraba con cara de no creer lo que estaba viendo, sin embargo, se quedaría de una pieza, como un bloque de mármol, cuando escuchara lo que el hurón había venido a contarme, motivado, según dijo, por el rumor que se había propagado cual incendio en un mes de agosto al lado de un pinar, en todo el edificio; no se hablaba de otra cosa. No de la acción en sí, quiero decir del acto miserable de plantar un pino excremental en la puerta de entrada del edifico, no, de este acto no se hablaba, pero, curiosamente, sí se hablaba de que un recién llegado vecino que vivía en el primero b, estaba haciendo preguntas sobre el asunto en su afán de saber quién había sido el culpable de aquella bellaquería.
Así que no me quedó más remedio que hacerlo pasar junto al señor Mena, con el que al parecer había quedado el día anterior, del que recordaba poco más que a la camarera del bar Anita, o sea, la misma Anita propietaria del antro, sirviendo la copa que puso fin a todas mis cábalas de consciencia.
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